¿SE ACUERDAN ustedes del efecto 2000? Sí, hombre; sí. Aquella catástrofe informática que se iba a originar a cuenta del cambio de fecha de los ordenadores, coincidiendo con el advenimiento de un nuevo año, siglo y milenio. Al final, nada de nada; o casi nada. A lo sumo, un par de ordenadores viejos a los que hubo que actualizarles manualmente el día y la hora del sistema operativo; poco más. ¿Cuánto se gastó en todo el mundo para adoptar medidas previsoras que luego resultaron superfluas? Se gastó lo que no está escrito y lo que quizá nunca pueda contabilizarse. Al final, ni dejaron de funcionar los aeropuertos, ni se colapsaron los hospitales, ni Hacienda perdió la cuenta de lo que debemos pagarle (ese hubiera sido acaso el daño colateral más positivo del efecto 2000) ni, por supuesto, quebró el sistema financiero. El sistema financiero se hundió años después por otros motivos poco relacionados con los ordenadores, pero mucho con la avaricia de quienes los manejan desde los bancos. En el ínterin, sin embargo, fueron multitud los que se postularon como expertos de la situación, con la consecuencia inmediata de percibir buenos emolumentos a cambio de sus inútiles recomendaciones. Inútiles, en esencia, porque ese problema, que realmente existió pero poseía una magnitud muy inferior a la que se le hizo creer a la población, se podía resolver con unas pocas medidas baratas, como así ocurrió llegado el momento.

No pretendo ser agorero de nada ni dejar en ridículo a nadie, pero sospecho que con la gripe A está ocurriendo lo mismo. O casi. Durante meses he guardado silencio por prudencia y por ese respeto a personas e instituciones que acabo de citar. Un comedimiento que no me ha impedido meditar sobre el asunto y archivar datos. Lo más suave que ha llegado a mis oídos al respecto últimamente es una previsión, emanada de no recuerdo qué organización patronal -digamos que no quiero recordarla-, sobre las contundentes medidas que debían tomar los gobiernos para evitar quiebras de empresas a mansalva cuando la pandemia dejase en su casa, y convenientemente aislada, a casi el cien por cien de la plantilla. Gobierno en el que estaba incluido, como es lógico, el Ejecutivo autonómico canario. Otro iluminado de la estrategia sectorial -cuyo nombre también omito para no meterme en líos-, llegó a proponer que las empresas de su ramo debían cerrar a cal y canto apenas aparecieran los primeros síntomas de la epidemia griposa para evitar, según su juicioso criterio, males mayores. Medida que fue rechazada inmediatamente por los afectados, como cabía esperar, pues para un empresario no hay catástrofe mayor que tener vacía la caja de los ingresos.

Siempre es mejor prevenir que curar. Eso no se discute. No obstante, una cosa es prevenir con sensatez y otra muy distinta hacerlo con histerismo. O con picaresca; una truhanería que por una vez, y acaso sirviendo de precedente, no se ha circunscrito a España. Hace ya tiempo que se publican libros sobre enfermedades inventadas, o al menos magnificadas, por los laboratorios farmacéuticos. ¿Realidad o ficción? Lo ignoro. No he perdido ni un minuto en hojear cualquiera de esas obras, pero ahí están.

El caso es que con gripe A o sin ella, ahora sobran por doquier las vacunas que antes, de tanto que iban a escasear, fueron casi militarmente requisadas por las autoridades sanitarias de muchas naciones, incluida España. En Francia y Alemania no saben qué hacer con ellas -supongo que terminarán por vendérselas a la India y países de por ahí, aunque no sé para qué-, mientras que en España el Gobierno se alegra al no tener que gastar tantos millones de euros como había previsto para estar a la altura de sus socios europeos. Que tampoco iba a estar, por supuesto, aunque ese es otro asunto. Y si nos quedamos por Canarias, leo en este mismo periódico que sólo se han usado 52.000 de las 400.000 dosis previstas.

Suele ocurrir con estas cosas lo mismo que en el siete y medio o en el black jack: o nos quedamos cortos, o nos pasamos. Lo malo es que al final todo ese dinero invertido, todo ese tiempo perdido en reuniones superfluas -el tiempo también cuesta dinero- sale del bolsillo de los paganinis de siempre: los sableados ciudadanos. Lo mismo ocurre con otras monsergas, reales o inventadas, que le dan trabajo a mucha gente. Personajes de medio pelo intelectual que, sin tales subterfugios, tendrían que comerse con papas sus títulos de expertos en cualquier bobería. Y tampoco quiero citar unas cuantas de esas actividades para que no me vilipendien más en los foros de Internet, pese a mi firme convencimiento de que los blogs de la red son el refugio postrero de quienes ya no tienen otro lugar donde escribir y también, claro está, de los que nunca lo han tenido. Aunque como tampoco es cuestión de volverme comedido a estas alturas de la película, voy a decir que a lo mejor algún día nos llevamos una sorpresa similar al efecto 2000 o la monserga A con el cambio climático, la igualdad de la mujer, la violencia machista, los derechos de los "diferentes", los dogmas del catecismo progre y otras vacas sagradas del pensamiento colectivo, frente a las que hoy nadie se atreve ni siquiera a toser.

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