ES CURIOSO que en una sociedad tan desvergonzada y falta de escrúpulos como la española la mayoría de la gente siga confiando en la otra minoría. Sorprende que en tiempos de crisis y hambre muchos se apunten al carro de la generosidad de una manera llamativa, haciendo campaña a favor de los más desfavorecidos y poniendo en práctica una solidaridad mal entendida: utilizando las miserias ajenas para acentuar las eternas diferencias sociales y, en muchos casos, lavar una imagen empresarial o política que puede estar en entredicho. La solidaridad es un acto generoso que consiste en compartir con los menos afortunados lo que tenemos sin pedirles nada a cambio, paliando sus principales carencias con lo que se posee, no con lo que ya no sirve, una práctica que es habitual en los nuevos ricos, en esa clase media formada por gente que nunca tuvo ni fue nada y ahora goza de cierto bienestar.

Son estos los que organizan una cena de gala para recaudar fondos y dar de comer al hambriento en Navidad, una cita con el lujo en un hotel de cinco estrellas en el que entre el precio del menú, las copas de sobremesa, el traje, la peluquería y la canguro de los niños suman una cantidad que alimentaría con decoro a una familia de cuatro miembros durante un mes. Pero lo importante no es que coma el pobre, lo que cuenta es darse autobombo y recorrer los medios de comunicación contando la batallita, sacarse la foto a la hora de entregar el talón a un determinado comedor social y acallar, así, la conciencia de esa parte de la sociedad que contribuye a hacer más evidentes las diferencias sociales.

En todas las épocas ha habido pobres de solemnidad y ricos de cuna. Los primeros han frecuentado los comedores de caridad y los roperos que los segundos han mantenido con sus donativos, sólo que antes no se publicitaba insertando la foto en el periódico y haciendo público el rostro de la miseria. Por supuesto hay numerosas excepciones, pero no nos engañemos, el que ayuda debe hacerlo de manera anónima, paliando las necesidades del menesteroso y olvidando la cuantía de la dádiva, casi sin mirar a la cara al que se socorre, para evitarle la vergüenza de adquirir en una situación penosa, una deuda que probablemente no podrá saldar. Mejor es, incluso, usar algún intermediario que canalice la ayuda que prestamos, pues no conozco a nadie que guste encontrar a incómodos testigos de su pasado que puedan dar testimonio de lo menesterosos que fueron, del "quién te ha visto y quién te ve".

Una de las cosas que más me asustan de toda esta estupidez que emana de estos poderosos de tres al cuarto que se benefician de las desgracias ajenas es que no respetan el derecho al anonimato que también tiene el pobre, y mucho menos la protección y el celo con el que se deben tratar los temas de sus menores. Olvidan que se trata de ciudadanos en una situación de desamparo económico provisional, alejados del estereotipo del indigente de toda la vida, y que no han escogido voluntariamente engrosar las listas del paro en este país. Por eso me rebelo contra esas campañas de recogida de juguetes para los niños "pobres", estigmatizándolos desde pequeños, en una edad en que la crueldad de los iguales es ilimitada, colgándoles un calificativo del que nadie está libre. Sabemos, es más, que un día somos afortunados y al siguiente, menos. Sabemos de lo efímero del poder adquisitivo, porque, por desgracia, en un abrir y cerrar de ojos, quien más quien menos ha sufrido en sus carnes infortunios que lo han puesto en su sitio y que le han recordado que el dinero va y viene. Se pueden recabar donativos en especie o económicos. Es más, se debe cuando de los niños se trata, pero no publiciten tanto sus acciones, no se empeñen en jugar a ser los más generosos de su ciudad a costa de matar la ilusión de los más pequeños. Urge una buena praxis en los colectivos de ayuda social, formar en humildad y discreción, aprender a ponerse en la situación del otro, saber detectar a los pícaros, en otras palabras, cribar la paja del trigo, pero sobre todo no permitir que se robe la infancia.

Pienso en los niños y en la felicidad que reflejan sus rostros en el día de Reyes, un estado de ánimo que es lo más etéreo, más subjetivo, menos tangible y menos duradero de cuantos experimenta el ser humano. Una felicidad que se perseguirá toda la vida y que siempre será del todo inalcanzable. Entonces: ¿a qué empeñarse en que los Reyes Magos sean más de tres?