EN EL LIBRO "La ruta de don Quijote" he leído recientemente estas palabras: "Lector, perdóname; mi voluntad es serte grato (?). Yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada".
También yo tendría que pedir perdón a mis lectores por el mismo motivo. Porque son justamente ésas, las escritas por el maestro alicantino, las palabras que llevo yo en la mente desde hace mucho tiempo y nunca me he atrevido a escribirlas. Tampoco sé explicar las extrañas circunstancias que me han llevado a dejarlas arrinconadas sin que pudieran ver la luz. Y es que también a mí suelen atacarme esos momentos de vanidad. Sobre todo cuando escribo por las noches, ya cómodamente acostado. Y entonces comienzo, amigo lector, a contarte cosas que, con la mejor de las intenciones, creo que podrían interesarte. Aunque ya se sabe que cada lector tiene un modo de pensar, lo que da lugar a que sus lecturas sean también diferentes.
Me preguntan los amigos más cercanos y también algún que otro lector qué motivos tengo para mostrarme, muchas veces, dando rienda suelta a un indisimulado tono humorístico para pasar luego, sin espacio de tiempo casi, a una nostalgia y una tristeza desproporcionadas.
No crean ustedes que esta sorpresa que les nace al leer mis trabajos no la había detectado yo en algunas ocasiones. Pero yo las encuentro lógicas, razonables. No sólo porque no siempre está uno con el humor que se precisa para hablar medio en broma, medio en serio, sino porque cuando se llega a cierta edad, queriendo o sin querer, se acercan en tropel los recuerdos de otros días y el corazón se ve obligado a latir de modo diferente. Se aquieta o se agita. Y, con el corazón, todo el organismo, todo el ser.
Recuerdo que un día hablé de la humilde violeta del Teide y los geranios de la carretera. Y un señor me llamó para decirme que aquél era el mejor artículo de cuantos habían salido de mi mente. Otra vez recordé el ayer de mi calle, tan alegre y viva y tuve el atrevimiento de compararla con el silencio y la tristeza que ofrece hoy a vecinos y visitantes. Debió ser un trabajo de cierto relieve porque volvieron a decirme lo mismo los lectores.
Yo podría hacer el intento de escribir siempre así y darles más importancia a los geranios de la carretera que al complemento directo. Y más importancia a la señora que antes hacía la permanente cerca de mi casa que al soneto con estrambote; pero no puede ser. Y no puede ser porque los geranios, al igual que el tajinaste o la violeta del Teide, a pesar de su espléndida belleza, tienen la virtud -¿la virtud?- de ponerme triste. Ellos, la violeta, los geranios y los tajinastes, no tienen la culpa de mi estado de ánimo, pero ayudan, sin proponérselo, a que haya tantas nostalgias en mi mundo más próximo.
Creo, lector amigo, que son cosas de la edad. El hecho de cumplir ochenta años lleva consigo -lo tengo asumido- inevitables retazos de desasosiego. Incluso de resignación ante lo que se considera inevitable. Y aunque usted, lector, no tiene la culpa, yo le voy contando cosas intrascendentes en lugar de llevar a su ánimo, junto a la vanidad de la que hablaba el maestro José Martínez Ruiz, renglones repletos de melancolía.
Me aconsejan que piense sólo en el presente. Porque el pasado es irrecuperable y porque el futuro se empeña en presumir de inasible, como la dama coqueta que se deja rodear por no se sabe cuántos galanes, aun a sabiendas de que, cuando termine de deshojar la margarita, puede quedarse sin su numeroso corro de admiradores.
Aunque al principio de estos renglones haya pedido perdón a los lectores por mi ridículo intento de hacerles creer que sé mucho de todo cuando la verdad es que estoy en el rincón opuesto, voy a seguir tratando de estar lejos de la tristeza. La tristeza no es, precisamente, una buena compañía. Y como no lo es, no volveré a los geranios, ni a las violetas, ni a los tajinastes. Me resulta más liberador intentar de nuevo hacer las paces con el complemento directo y el soneto con estrambote, a los que he tenido abandonados desde hace algún tiempo.
Espero, amigo, que lo entiendas.