LOS PSIQUIATRAS, sobre todo, así como los que se han interesado por el comportamiento humano y han explicado qué mecanismos se ponen en marcha cuando se toma esta decisión en vez de aquella, o cómo nos presentamos ante los demás, bien de una manera u otra, o con un talante de mansedumbre o hasta de fiereza si se quiere, lo han achacado en su gran mayoría a los complejos que anidan de manera descarada pero silente en el fondo más recóndito de la conciencia de cada persona que transita por este planeta.

Bien es verdad que en aquellos pueblos o colectividades donde la civilización no ha entrado con todo su esplendor de negatividad y parafernalia confusa o sólo mostrando tímidamente su mano, el comportamiento de los seres humanos que allí desarrollan la vida es totalmente lineal, transparente, de cara a cara, no se andan con tapujos, disimulos ni roñerías escondidas sino que, por medio de la palabra y siempre desde la naturalidad, sus defectos y carencias son categorías evidentes de cómo se es y no hay por ello un sufrimiento sobreañadido, ni miradas torvas, ni actitudes inquisitoriales. Todo el mundo se acepta tal cual y se observa desde el mismo plano, sin altibajo alguno.

No así en el mundo occidental, en el nuestro, pleno de un sin fin de majaderías, de frustraciones, de vicisitudes que siendo irrelevantes se empujan hacia alturas celestiales, así como de inquinas, encorsetamientos y disimulos donde la sinceridad se ausenta, el contubernio se acrecienta y el despojo de la naturalidad de cada cual se esconde, camuflándose en los oropeles fatuos y degradantes del complejo.

El complejo viene a ser una nueva imagen, otro referente que la persona posee dentro de sí. Es un amigo siempre inseparable que acompaña casi hasta el final de la vida. Pero un mal amigo ya que está en la búsqueda de la confusión y tergiversando las cuestiones, haciendo que el cambalache mental sea el protagonista de sí mismo, con lo cual se obtiene una versión totalmente distinta de cada cual.

El complejo ese de superioridad, el creerse más que nadie, de mirar a los demás por encima del hombro, de escudarse en frases grandilocuentes o en ser sentenciador, como si todo él fuera un tribunal popular, generalmente es la demostración más que evidente de una personalidad voluble, poco firme, quebradiza y arisca. Los que asumen que son importantes porque así se lo creen o se lo hacen creer sus aduladores ya están impregnados de una malformación conductual que predispone al disparate y a la incongruencia.

El complejo ese de superioridad es el reflejo a la inversa, es ir a contracorriente de sí mismo, contemplarse en un agua que ni siquiera es cristalina, la turbidez es lo que asoma, y a pesar de verse así, difuminados, fuera de su contexto, no pueden zafarse de ello y seguramente en esa situación ya se encuentran tocando a las puertas de la psicopatología, en un evidente trastorno de la personalidad.

Puestos así ya estamos ante la presencia de una entidad nosológica más que morbosa que dificulta las relaciones humanas, que desde una covachuela sentenciadora se refugian para disimular lo que no tienen y a veces lo hacen desde la violencia de la palabra y de la actitud.

El complejo de superioridad asumido por aquellos que tienen opción de mando es desgarrador y altamente peligroso. En la historia hay ejemplos que nos dan noticia de todo esto. Sin ir más lejos, el de Hitler o Stalin, que nadaron en las aguas del destemple más sanguinario.

No tener complejos es una cuestión algo difícil ya que se fabrican, sobre todo, en la comparación. Si no nos comparásemos, seríamos iguales; pero cuando es la observación lo que se pone en juego ahí comienza la tortura, la destemplanza que ya acarrea las consecuencias de una personalidad que no es limpia, ausente, perfectamente llena de descontroles y que, escudándose en taludes prefabricados con las miserias de sí mismo, se convierte en un peligro no sólo para su propio edificio personal, sino para la colectividad que de una manera u otra tienen algún punto de conexión.

El complejo siempre acecha. Más el de creerse el mejor que el de sentirse el peor. Y no es que al final, tanto unos como otros, se queden todos calvos, sino que el olvido, la arrogancia y el creerse un superman o un héroe de pacotilla, a pesar de eso, siguen tal cual.