VEINTICINCO AÑOS después de que un alcalde jerezano pronunciara tan certera frase, la justicia en España sigue siendo un cachondeo. Antes de decirlo por escrito he preguntado a tres magistrados amigos si por repetirlo puedo ser empurado por "un parramón progre de turno" y me dicen que no, que eso es "cosa juzgada". No importa, sería un notición que alguien como yo, que nunca fue procesado -aunque sí detenido algunas horas durante el franquismo-, lo fuera ahora, ya jubilado, en la democracia y con un gobierno socialista, por decir algo no ya juzgado, sino tan evidente. El deterioro de la administración de justicia es tan cierto que aquella maldición gitana, "pleitos tengas y los ganes", es hoy más verdad que nunca.

Don Eligio Hernández, prestigioso jurista y magistrado excelente, ha sido galardonado con el Premio Leoncio Rodríguez de Periodismo en su XL edición por un documentado y demoledor trabajo publicado en estas mismas páginas de EL DÍA, titulado "Sentencia execrable". No recordaré ahora, porque no me corresponde ni tengo formación jurídica para hacerlo, su argumentación a propósito del proceso penal instruido al magistrado don José Antonio Martín Martín, hombre cabal, amigo palmero, víctima no sólo del cainismo ideológico, sino de un juicio mediático paralelo que lo condenó de antemano sin respetar la presunción de inocencia. Después de mucho tiempo siendo protagonista involuntario, con acusaciones gravísimas que incluían delitos de narcotráfico y cohecho, todo se redujo a una acusación por asesoramiento indebido. Finalmente, es sabido que hace unos días el órgano competente del Poder Judicial levantó la suspensión cautelar que impidió al juez Martín el ejercicio de su noble profesión. El caso del juez Parramón que instruyó inicialmente la causa no es por desgracia el único ni será el último. Intervenir un teléfono privado por indicios es una decisión muy seria que afecta a derechos fundamentales como el secreto en las comunicaciones que la Constitución Española garantiza. Si en la instrucción apareciera como imputado un aforado, como es el caso, el instructor debió inhibirse ipso facto a favor del órgano jurisdiccional competente. Y al no hacerlo podría haber incurrido en un presunto delito de prevaricación.

¿Quid custodiat ipsos custodes? (¿Quién vigila a los que nos vigilan?). La solución a este dilema, a este déficit democrático, no es, evidentemente, el ojo de un gran hermano orweliano, sino acertar en el proceso de selección de nuestros jueces, que atienda no sólo a su cualificación profesional técnico-jurídica, sino especialmente a su integridad ética y moral, algo que en muchas ocasiones no puede establecerse a priori. Pero a posteriori, cuando es evidente la existencia de jueces y magistrados prevaricadores -o que violan elementales normas de conducta ciudadana-, creo yo que algo habría que hacer. Si un juez o un magistrado son pillados in fraganti, pecando contra el sexto mandamiento, dentro de un coche, aparcado en plena calle o junto a una acera de la avenida de Anaga, pongamos por caso, digo yo que algo habría que hacer. Si cuando a este presunto juez en este presunto ejemplo se le acerca un guardia para denunciarlo y este juez lo amenaza blandiendo su condición de juez y con frases tales como no sabes tú con quién te metes, o ya te las verás conmigo… O cuando un presunto juez es conocido por su afición a esnifar polvo de cocaína que hasta podría haber causado una perforación de su tabique nasal, ¿puede seguir ejerciendo como juez si antes no se le somete a un tratamiento de desintoxicación o de ayuda para liberarse de su adicción a la droga? No estoy afirmando que estos casos existan, sólo aludo a presuntos casos que al menos hipotéticamente podrían darse y que, si se dieran, la sociedad tendría que tener un mecanismo para librarse de esta lacra. Son unos ejemplos ajenos a la realidad, y, si se dieran, serían una mera coincidencia. Repito: ¿quid custodiat ipsos custodes? La politización de la justicia, paralela a la judicialización de la política, es algo tan lamentable que deteriora la calidad de nuestra democracia. La sospecha de actuaciones judiciales y de sentencias más políticas que fundadas en derecho es hoy, por desgracia, más frecuente de lo admisible en un Estado de derecho. El espectáculo proporcionado por el mismísimo Tribunal Constitucional a propósito del Estatuto de Autonomía de Cataluña es causa de un grave deterioro del concepto que los españoles tienen no ya de la Alta Institución a la que corresponde velar por nuestra Carta Magna, sino de un mal muchísimo mayor que daña a la misma España. Conozco a un editor-director de un medio de comunicación que ha llegado a decirme, ignoro si con razón o no, que se siente "un perseguido político", al recaer sobre él una serie de sentencias condenatorias, ahora recurridas ante el órgano jurisdiccional superior. A esta lamentable situación se ha llegado no por culpa del Sr. Rodríguez Zapatero, por supuesto, pero no es menos cierto que nunca, jamás como ahora, el cachondeo de la justicia alcanzó un punto de descrédito como el actual.

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