PADEZCO una sensación generalizada, y no soy el único, de que estamos llegando al final de una etapa. Quizá al final de ese proceso esperanzador para el futuro de este país que se inició hace treinta y cinco años y que se ha denominado, con más o menos acierto, transición política. El caso es que las cosas iban más o menos bien. La victoria electoral del PSOE en 1982 supuso la confirmación de que la nueva democracia española iba en serio. Por primera vez desde el final de la contienda civil gobernaba un partido de izquierdas sin que ocurriera nada, aunque fuera el mismo partido cuyos dirigentes anunciaron, allá por febrero de 1936, que si entraba un solo ministro de la derecha en el Gobierno, habría guerra. Un dato que conviene no olvidar. Sin embargo, el PSOE de Felipe González no era, ni de lejos, el Partido Socialista de Largo Caballero. Alfonso Guerra dijo aquello de que iban a cambiar tanto a España, que no la conocería ni la madre que la parió. Al final, únicamente palabras. Los datos, en cambio, eran más contundentes. En 1975 había en España 300.000 parados. En 1982 esa cifra había ascendido a 2.151.000 según datos oficiales; un 16,53 por ciento de la población activa, frente al 8,3% de Francia -uno de nuestros vecinos directos- ese mismo año.

Como la situación requería medidas inmediatas, el Gobierno de González prometió crear 800.000 puestos de trabajo de forma inmediata. Una cifra que superaron con creces..., aunque en sentido inverso. El desempleo medio a lo largo de 1982 fue de 1.872.600 personas (los 2.151.000 antes mencionadas corresponden al máximo desempleo "oficial" registrado ese año); en 1988, seis años después de iniciada la transformación irreconocible de España, el paro afectaba, en promedio anual, a 2.858.300 personas. Ojalá tuviésemos esa cifra actualmente aunque, todo hay que decirlo, hoy en día la población activa es mucho más numerosa.

Este bofetón demostró que las recetas económicas infalibles no las tiene la izquierda. No fue el paro, empero, lo que acabó con los gobiernos de González, sino la corrupción. En España a los corruptos nunca se les ha tratado con demasiada severidad desde el punto de vista social, tal vez porque el pueblo, resignado a soportar esta lacra durante siglos, ha terminado por considerarla si no un mal menor, sí al menos una dolencia llevadera. No obstante, el hecho de que el propio director general de la Guardia Civil se mamara hasta los 60 millones de pesetas del colegio de huérfanos del Benemérito Instituto -no respetó ni el dinero de los desvalidos- superó el límite de lo tolerable.

Cayó González y llegó Aznar. De nuevo, un espaldarazo a la democracia. La derecha volvía a gobernar pero legalmente; es decir, no por disposiciones dictatoriales, sino por voluntad popular. Algo que no le sentó nada bien a una izquierda desposeída, repentinamente, de su principal argumento: "sólo nosotros contamos con el apoyo de las masas". Algo que empeoró en el año 2000 cuando el PP volvió a ganar, nada menos que por mayoría absoluta. "Este país no tiene futuro con 9.600.000 subnormales que votan por Aznar", le oí decir a una profesora de la Universidad de La Laguna en un acto cultural. Omito comentar la reducción del desempleo que se produzco durante el "aznarato" porque tampoco pretendo hacer proselitismo del PP. Sólo apunto que a la izquierda parece que no le conviene el bienestar social. El pleno empleo, la prosperidad y, en definitiva, el crecimiento económico, dejan a la progresía sin argumentos; sin razones para sacar a la gente a la calle, si bien siempre queda el recurso a las protestas por una guerra lejana y menos cruenta, en término de bajas, que la de Afganistán. Por ejemplo.

El remedio contra ese tumor político en la historia de España que fueron los dos gobiernos del PP ha sido el zapaterismo. No el talante -el talante y el buen rollito son el disfraz- sino la férrea voluntad de inculcarle a la sociedad española que la transición fue una traición a las víctimas de la guerra civil. Me refiero a las víctimas de un solo bando, porque las únicas que cuentan son las que cayeron bajo las balas "fascistas". Las checas, los paseos nocturnos, las fosas de los acuertelamientos de Alcalá que nunca ha querido investigar ni siquiera Garzón, no valen para el inventario de las atrocidades. Hasta Paracuellos fue un invento de la propaganda franquista; Carrillo no tuvo nada que ver en todo eso.

Paradojas de la política -y de la historia-, los gobiernos de Zapatero están consiguiendo lo que no lograron los de González: dejar irreconocible este país. No sólo en el aspecto económico -en eso lo están dejando como un solar-, sino en el social y en el moral. Todo ello sin renunciar a las nuevas tecnologías en forma de mensajes SMS para convocar manifestaciones, por la vía rápida y sin que se descubra al instigador, ante la sede central de la oposición y criminalizarla, de paso, con la peor herencia de la Guerra Civil. Períodos en los que florecen personajes tan histriónicos -aunque perfectamente calculados- como López Aguilar, Santiago Pérez, Fernández de la Vega, Pajín y alguno más, por no citar a un Rubalcaba políticamente siniestro en el sentido de izquierdoso; que nadie piensa mal, porque desde que algunos políticos se han puesto la toga hay que andar con mucho cuidado. Especialmente si no se tiene en el bolsillo el carné de un determinado partido. Por eso me preguntaba al principio de este artículo, y vuelvo a hacerlo ahora, si hemos llegado al final del más largo período democrático que ha tenido este país.

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