MUCHOS canarios tenemos algún amigo peninsular, la mayoría incluso cuenta con familiares directos, compañeros de trabajo, vecinos, etc., nacidos en esa otra parte de España que es la Península Ibérica y casi todos sabemos que nuestros antepasados provienen de esas amplias tierras de variados paisajes, culturas e historia. Esta forma de mirar al continente europeo ha definido nuestro carácter cosmopolita, siempre abierto a nuevas corrientes del pensamiento, alejado del arcaico concepto de "provincias" con el que siempre se nos ha querido señalar desde el seno del Estado de la Nación. Nuestra amplitud de miras ha llegado al punto de permitir que se nos haya considerado más África que Europa, conscientes como estábamos de que, cuando en muchos pueblos y aldeas peninsulares la gente no había visto un turista, aquí llevábamos décadas de intercambio cultural con nativos de los países nórdicos, Alemania, Inglaterra y Francia, mayoritariamente.

Cuando el cine retrataba al españolito medio a través de actores como Alfredo Landa, José Luis López Vázquez, Andrés Pajares y tantos otros, babeando tras las suecas en biquini, en Canarias ya había matrimonios mixtos y la leyenda del macho ibérico se había superado con creces en las noches célebres del Puerto de la Cruz, por ejemplo. Las mejores instalaciones hoteleras, los grandes coches, los adelantos técnicos del momento, los cambios que se operaban en la moda, los nuevos ritmos y hasta la mayor cantidad de operaciones con divisas tenían a este Archipiélago como referencia. La presencia de turistas extranjeros en nuestras calles era algo cotidiano, el que los nativos supieran idiomas -aunque fueran cantados- era algo normal y la ciudadanía adquirió ese toque de modernidad que le aportaban los cientos de miles de visitantes que, atraídos por la benignidad del clima y la concentración salina de nuestras aguas, dieron fama mundial a Canarias como destino saludable.

Se vivían tiempos buenos económicamente, cambiaron los hábitos de alimentación en base a los nuevos productos de mercado y a las líneas de elaboración que demandaban los visitantes, muchos de los cuales se afincaron en las Islas y abrieron sus propios establecimientos. La capital del Reino seguía estando en Madrid pero, a Canarias, la situaron en un recuadro debajo del mapa de España. Tan europea era nuestra forma de pensar que ese detalle nos pareció insignificante, acostumbrados como estábamos y estamos, a que nuestras particularidades -aunque no tengamos lengua propia- nos definen de por sí, tanto que solamente los que hemos nacido en mitad del Atlántico somos capaces de defenderlas del oprobio de tanto peninsular cateto como abunda en la historia política del país, de esos que confunden nuestras provincias, de los que creen que seguimos montando en camello y que por los montes es posible ver todavía a los guanches comiendo gofio. Esta desinformación ha dado lugar a la desidia y falta de apoyo institucional para dar soluciones a los problemas desde la perspectiva de nuestras singularidades que son, simultáneamente, nuestra mejor fortuna y nuestra peor condena.

Estas circunstancias por conocidas ya no nos sorprenden, es más, sabemos que es una batalla que tienen que librar de por vida nuestros representantes políticos, pero lo que es inadmisible es que los turistas nacionales que en esta época de crisis han decidido venir a Canarias, utilicen al hablar con nosotros expresiones como: "Es que en España…", mientras piden "las papas arrugás con mojo picón" en un intento de hacerse los simpáticos para, a continuación, hacerle ascos y burla a una pelota de gofio. Y no crean que se trataba de unos pueblerinos de esas aldeas en las que lamentablemente viven cuatro personas mayores sin luz. No. Estos residían en Madrid y este año decidieron visitar Canarias, -lugar que no tiene nada que ver con Santo Domingo, según comparaban-, y donde sus habitantes no comen las gachas de su infancia, ni las migas y el adobo de sus pueblos de origen, aquí se saborea ese gofio amasado cuyo aspecto califican de desagradable.

Como sé que éstos peninsulares me leen, déjenme decirles que nuestra educación y cultura sigue estando a años luz de los nuevos madrileños, en su mayoría desertores del ganado y de los campos, miembros de la diáspora que emigró en busca del desarrollo económico a la urbe, adquiriendo lo peor del chulapón e ignorando la riqueza del Madrid cultural. En esto nos distinguiremos siempre los canarios, en que somos ciudadanos hospitalarios y abiertos a cualquier corriente cultural, sin que ello suponga menoscabo de nuestras tradiciones o señas de identidad, pero claro, alguien de pueblo que vive en una macro ciudad, hacinado en el piso doce de un bloque de las afueras, poco o nada puede saber de identidad.