VOY a ser más explícito que mi colega Roger en su columna "A fondo" publicada ayer, viernes, sobre un hecho que ocurrió el 1 de octubre a eso de las tres y media de la madrugada en el Casino de Tenerife. A esa hora seguía celebrándose una fiesta en los salones de dicha sociedad. Tras algunas quejas de vecinos que no podían descansar a causa del alboroto -lo normal, lo mismo de siempre-, acudieron agentes de la Policía Local de Santa Cruz que iniciaron una conversación con los porteros para recabar datos. En ese momento se presentó el presidente del Casino con unos modales, según afirman testigos de los hechos, más bien decimonónicos. Nada extraño, por otra parte, ya que en cierto tipo de sociedad tinerfeña siguen imperando, y de qué forma, actitudes bastante desfasadas.

Los agentes de la autoridad no siempre tienen la razón. Algunos, pocos pero los hay, siguen pensando que vestir un uniforme les da patente de prepotencia. La mayoría, en cambio, se limita a cumplir con su deber. Y si alguien considera que se han extralimitado, ahí están los tribunales para presentar una denuncia. Luego la Justicia le dará la razón a quien la tenga; o no, porque tampoco la Justicia es infalible. En cualquier caso, se pierde del todo -y de entrada- esa razón cuando se recurre a manidas -amén de chulescas- expresiones tales como "usted no sabe con quién está hablando" o "usted no sabe quién soy yo". Eso por no mencionar las advertencias -¿o amenazas?- de llamar a "Miguel" o a "Hilario", en clara referencia al alcalde de Santa Cruz o al concejal responsable de la Policía Local.

En fin, no quiero extenderme en un asunto que no da para más y que al final, por lo que me cuentan, ha terminado en denuncia y tramitación en un juzgado. Una vez más una simple tontería se convierte en un presunto delito de amenazas, coacciones y desobediencia. El juez dirá en su momento lo que deba decir. Tan sólo me queda añadir mi sorpresa porque un señor que está al frente de una sociedad conocida también como el Casino de los Caballeros haga gala de estos modales, con independencia -lo repito- de que inicialmente le asistiera -o no- la razón ante los agentes de la autoridad.

Otras prepotencias -llamémoslas así en vez de por su nombre auténtico- son menos admisibles porque nos afectan más al bolsillo de todos. Tal es el caso del presidente de RTVE, Alberto Oliart. Un señor que, ni corto ni perezoso, pero sí con un estilo altamente retador, ha manifestado ante la Comisión de Presupuestos del Congreso de los Diputados que si los españoles quieren una televisión pública, tendrán que pagarla. Faltaría menos. ¿Y qué es lo que llevamos haciendo todos los españoles desde que existe Televisión Española? ¿Es que a algún ciudadano de este país le ha preguntado alguien alguna vez si está contento con la televisión que recibe a cargo de lo mucho que paga por ella? A mí no, desde luego. Ojalá algún día Oliart diga públicamente lo que él o sus antecesores hace mucho tiempo que deberían haber dicho: que Televisión Española es un juguete muy caro costeado por todos pero destinado a que jueguen con él sólo unos pocos.