"Ante el amor la muerte se retira vencida por lo eterno"

(Silvia Laforet en "El buen adiós")

HEMOS comenzado la semana con el molesto acomodo al cambio de horario, bruma y lluvia en la isla: ¿prolegómeno de lo que será el invierno? Aunque tenemos la convicción de que "en Tenerife es eterna la primavera", noviembre siempre ha dado la sensación de ser un mes lúgubre y frío.

Comienza con el Día de Todos los Santos, que entre creencias religiosas, tradición y recuerdos, miles de tinerfeños, como es habitual -como en el resto de nuestro país y otros de tradición católica-, lo dejan todo para dedicar una oración a familiares y conocidos fallecidos, llevar flores a las tumbas o simplemente rememorar la vida vivida con ellos. El Día de Difuntos, todos los camposantos de nuestra isla lucen sus mejores galas. La crisis -que ahora lleva la culpa de todo- al parecer sólo ha disminuido la adquisición de coronas y ramos de flores, que, personalmente, considero que es lo de menos.

Es sorprendente, pese a que la muerte no suele figurar en el lenguaje de la pseudocultura en boga; y en ciertos sectores políticos, sociales y mediáticos está casi prohibido hablar de ella. Por otro lado, debido al acelerado ritmo de vida y el olvido durante el resto del año, en estos días se consigue que las lápidas queden inmaculadas, llenas de flores; y los difuntos reciben las visitas de aquellos que no los olvidan más allá de la muerte. ¡La muerte es una verdad absoluta que forma parte de la vida!

Me atrevo a afirmar que si esta realidad de la muerte se tuviera más en cuenta -sin obsesionarse con ella-, se evitarían muchas contiendas, injusticias y desavenencias... y contribuiría a mejorar la solidaridad, el diálogo civilizado y el respeto entre las personas y entre los pueblos. Miguel Ángel Monge, médico y sacerdote, desde hace veintiocho años capellán de la Clínica Universitaria de Navarra, en su libro "Sin miedo. Cómo afrontar la enfermedad y el final de la vida", EUNSA, 2006, y que sugiero leer, recoge una cita de E. Kübler-Ross que dice: "Si todos, desde que somos jóvenes y sanos, alcanzáramos el estadio de la aceptación de la muerte inevitable, no sólo el tránsito sería más fácil, más humano, sino que viviríamos una vida más rica, tendríamos a mano valores más auténticos y sabríamos verdaderamente qué es la alegría vivir".

Tal vez para ello haya que empezar por humanizar o dignificar la propia muerte, que nada tiene que ver con la frecuente reivindicación del derecho a morir con dignidad, que casi siempre se identifica con la eutanasia. Que la dejo para otro día. Pienso que la mayoría de los que hemos pasado por una UVI o UCI, al recobrar la conciencia, la perspectiva de morir solo, con aquel silencio, entubado y atravesado de un surtido de sueros y cables, no nos ha parecido nada humano. ¡Cómo alegra y conforta, entonces, la presencia de un sacerdote!

Por el contrario, considero más humano cuando se llega a esa fase terminal en la que el enfermo espera la muerte, a ser posible en su casa, rodeado y arropado por el cariño de los suyos, junto con el apoyo material y espiritual, que es lo único que le puede ayudar. En el hogar todo es más humano y más gratificante que en el hospital. Es volver a su biografía, a su entorno natural, a su intimidad, y la familia no está de visita.

Es cierto que desde la óptica humana la muerte es, sin duda, la realidad más dolorosa, con frecuencia más misteriosa y, a la vez, más insoslayable de la condición humana. Pero no comparto que "el hombre es un ser para la muerte", como afirmara el célebre filósofo Martín Heidegger. Porque el fatalismo y pesimismo de esta afirmación existencialista y real se ilumina y llena de sentido desde la fe cristina: Dios, al encarnarse en Jesucristo, no sólo ha asumido la muerte como etapa necesaria de la existencia humana, sino que la ha trascendido y la ha vencido.

En conclusión, la muerte para los creyentes ya no es final del camino. No vivimos para morir, sino que la muerte es la llave de esa puerta: la esperanza que se nos abre, para el encuentro con el Señor, ¡algo nada fácil de imaginar! Por ello, hemos de aceptarla cuando Dios quiera, como quiera y donde quiera. Aunque personalmente uno no tenga ninguna prisa.

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