CUANDO, hace unas semanas, allá a comienzos de agosto, se le ocurrió a Álvaro Morales, a través de un espléndido reportaje titulado "Una visita obligada", hablarnos de la importancia que para los canarios ha de tener el pico del Teide y del casi abandono e ignorancia en que solemos tenerlo los canarios en estos tiempos que corren, surgió en mí una imperiosa necesidad de contarle a ustedes lo que yo he sabido acerca del Teide, mi pico del Teide, símbolo para los tinerfeños y canarios de lo que son nuestras Islas, nuestra patria chica, nuestro solar y hogar. Porque no se trata de un fenómeno geográfico cualquiera, sino nada menos que la cota española más alta, situada en una pequeña isla atlántica y frente al Sahara africano. Y lo primero que me llama la atención es la altura que se le atribuye y designa. Cuando era estudiante del bachillerato, tanto en Santa Cruz (plaza de Ireneo González) con en la lagunera calle de San Agustín, el Teide tenía, o al menos eso pienso recordar, 3.707 metros. Luego, cambió la cosa, quizás cuando se perfeccionaron los sistemas de medida, y se habló de 3.717. Ahora, y corroborando cuanto dice Álvaro Morales, la altura justa es 3.718 según repite una y mil veces el nuevo catecismo que nos hemos inventado, el Google. Sea como sea, ahí estuvo siempre, durante milenios y su mera presencia fue un desafío de escalada para los aborígenes y los visitantes. Y a eso vamos.

La ida a las Cañadas y la subida al Teide era en aquellos años como un gran homenaje con que se rendía respeto y cariño a la tierra. La inexistencia de la carretera de la cumbre por La Esperanza hasta Izaña, la escasez de vehículos privados y la situación no muy halagüeña de las carreteras hacía especialmente atractivo el uso de guaguas alquiladas para el viaje y la casi exclusiva limitación de las mismas a giras de colegios o de alguna fiesta familiar con destino Las Cañadas. Aunque yo recuerdo haberlas utilizado también para viajes a Las Mercedes, la Esperanza o al Sur de la isla. En cualquier caso, la subida a Las Cañadas, sobre todo en invierno, era un acontecimiento del que hablábamos los muchachos durante meses, si bien la propia subida al Teide era algo impensable para la mayoría de nosotros y cuya realización adquiría los caracteres de acontecimiento memorable, como lo fue para mí mi primera ascensión, allá por los finales años 30. Para aquella excursión utilizamos como vehículo el coche del ingeniero don Jorge Menéndez y la expedición se compuso de él mismo, del abogado don Rafael Álvarez, de mi padre y yo. No existía entonces el actual parador, ni había tampoco edificación alguna en lo que hoy es no sólo parque nacional desde el año 54, sino también Patrimonio de la Humanidad de la Unesco desde hace tres años La única fabricación se encontraba en la entrada al Parque, en El Portillo y allí debe continuar en la actualidad, donde la subida al Teide ha de tener hasta autorización oficial. ¡Cómo cambian los tiempos!

Dejamos el coche en Montaña Blanca, en la falda este del Teide, e iniciamos las ascensión cuando ya el sol pegaba fuerte. Llevábamos nuestro morral, al menos mi padre y yo, y no recuerdo que lo llevaran nuestros acompañantes, aunque sí me acuerdo de que al menos mi padre y Jorge Menéndez llevaban sombrero y todos un bastón cuya ayuda fue más bien escasa. Había que subir lentamente, porque si se iba deprisa el corazón se disparaba a latir como un loco, si bien yo me solía adelantar y a veces iba por lugares ajenos a la vereda, lo que le obligó a decir a Rafael Álvarez que yo "tenía alma de cabra". A veces nos parábamos en el camino, nos sentábamos y comentábamos las incidencias de la ascensión y recuerdo habernos cruzado con unos magos que bajaban con sus mulos y que, según mi padre, eran obreros que trabajaban en el Refugio de Altavista, que era el primer destino de nuestra ascensión, donde llegamos a no me acuerdo qué hora, así que no sé dónde realmente comimos ese medio día. Supongo que durante la subida hasta el refugio, que era tan solo eso, una casita terrera, con una gran habitación en la que había literas como en los barcos, y donde dejamos nuestros morrales para continuar la ascensión con una primera subida al pilón de azúcar, como llamábamos entonces al cono que remataba la montaña. Fue una ascensión más bien pesada y muy lenta, con continuos resbalones porque aquella veredita estaba trazada en medio de una especie de arenal, residuo de la lava arrojada por el volcán a lo largo de su historia milenaria. Y llegamos arriba, donde había una especie de mojón de hormigón con los detalles geográficos del lugar, al borde del cráter que se abría allí mismo, con sus fumarolas y el olor a azufre característico del lugar y a cuyo cráter descendimos con más miedo que vergüenza, al menos para mí, y durante corto tiempo. La vista desde allá arriba era realmente espectacular, y el absoluto silencio de aquellas alturas le hacía a uno casi no hablar para no romper aquella paz y tranquilidad. Desde allí se veían las otras islas, aunque la verdad es que había nubes y más bien se adivinaban, aunque La Gomera y El Hierro estaban casi al alcance de la mano, pero las otras sí se sabía dónde estaban por la existencia de las nubes que las tapaban, y aunque dicen que en días especialmente claros se alcanza a ver a Lanzarote y Fuerteventura, la verdad es que solo fue un deseo, al menos en aquella ocasión.

Volvimos a bajar al refugio. Recuerdo que, aparte de nosotros, había también otras personas, pero no recuerdo cuántas ni lo que allí hacían, aparte del encargado del lugar. Y tengo en la memoria que alguna persona que estaba echada en una de aquellas literas tuvo que levantarse y hasta salió fuera a vomitar, cosa que, al parecer, era corriente por aquello del "mal de altura" que, dicen, sufren algunas personas. Pero el espectáculo por el que subimos mayormente al pico era el contemplar el amanecer desde la cima del cráter. Y por ello nos despertamos o nos despertaron a una determinada hora que a tanto no llega mi memoria, y volvimos a subir, solo nosotros cuatro, hasta arriba del cráter y esperamos a que saliera el sol, allá por Las Palmas, por Gran Canaria, por el horizonte. Fue todo un espectáculo inolvidable, ver cómo el cielo y las nubes iban cambiando de colores y empezaba a asomarse el disco enorme del sol, aún contemplable a simple vista por breves instantes, mientras a nuestras espaldas la enorme sombra del cono del Teide que se perdía en el horizonte, se iba acortando a gran velocidad, reduciéndose su huella sobre un mar de nubes que nos envolvía. Y aquello sí que fue "el espectáculo del siglo", mientras asombrados y mudos contemplábamos un espectáculo realmente único. Y no recuerdo mucho más de aquella ascensión. Ni del descenso, siempre difícil y pesado, que suele ser mas peligroso que la subida por la tendencia a correr vereda abajo y la necesidad de contener el rápido desplazamiento.

Muchos años después, nuestra familia Cabrera organizó otra subida, pero en teleférico. El sueño aquel de don Andrés Arroyo y luego de don Cándido Luis García Sanjuán que tanto nos hacía reír despectivamente a su simple enunciación a quienes nos creíamos poco menos que alpinistas deportistas, se había hecho realidad. En una pequeña caravana de coches y con motivo de la venida a la isla de algún familiar peninsular, nos desplazamos hasta la base del funicular, donde no hubo necesidad de hacer cola ya que enseguida ocupamos prácticamente la cabina los miembros de la familia, y lo que nos había costado horas aquella otra vez duró solo unos minutos. Y llegamos al refugio, que poco tenía que ver con el que había conocido. Las personas mayores renunciaron a subir al cráter, lo que quedó reservado a los más jóvenes, que, como no íbamos en atuendo deportivo, sino de calle, encontramos mas dificultad tanto a la subida como sobre todo a la bajada. Y recuerdo que uno de los expedicionarios era mi primo Rafael Lecuona que incluso fue de chaqueta y de corbata que no se quitó en momento alguno, porque aquello fue realmente un paseo.

¿Y ahora? El artículo de Álvaro Morales les describe minuciosamente lo que ahora, en el año 2010, es la subida al Teide que, en ningún caso, deben perderse ustedes.