EN este ladrillo dominical, excepcionalmente, no voy a tratar de política para no amargarles más todavía a los lectores la triste y cada vez más desesperante situación que propicia a todos los españoles este Gobierno -más bien desgobierno- de Rodríguez Zapatero, quien, no satisfecho con dar luz verde al asesinato de las criaturas antes de nacer con la aberrante Ley del Aborto y otras atrocidades por el estilo, ahora la toma con las familias españolas, previa orden de retirada de los crucifijos de las escuelas, dando la razón a la acusación del Papa sobre el incremento del ateísmo, después de haber cometido con el Pontífice la incalificable e imperdonable falta de ausentarse de España para no recibirlo durante su visita a nuestro país.

Lo de ahora es haber dictado esa rocambolesca, innecesaria y absurda ley de la alternancia de los apellidos paterno y materno en los hijos y otras mentecateces indigeribles que se ha sacado de la manga para, me supongo, distraer al pueblo de la crítica situación que estamos viviendo, no sólo en la economía, sino también en la pérdida de valores y en muchas cosas más, todas negativas.

Cambio, pues, de tema y aprovecho la oportunidad que me sugiere mi querido amigo, viejo compañero de Milicia Universitaria y asiduo colaborador de este diario José María Segovia Cabrera en su reciente artículo titulado "Subir al Teide", donde cuenta, con todo detalle, una ascensión suya, la primera al cráter del volcán, acompañado de su padre, el muy querido y recordado catedrático de la Escuela de Comercio don José María, del conocido y apreciado ingeniero don Jorge Menéndez y del abogado don Rafael Álvarez.

El compañero recuerda cómo subía la gente a Las Cañadas, generalmente en guaguas que alquilaban grupos, pero, raramente, los excursionistas pasaban de Las Cañadas, donde había mucho que ver. Cuenta José María que, entonces, no se había terminado la carretera de la cumbre, que llega al Teide por La Esperanza, y aunque no lo dice, para llegar a Las Cañadas había que subir por La Orotava y pasar, entre otros bellos lugares, por Aguamansa hasta llegar al Portillo de la Villa, en el que se había acondicionado un refugio donde se reunían los excursionistas para emprender luego un recorrido por la carretera que atravesaba Las Cañadas hasta la pista que conducía a Vilaflor y seguía a Granadilla por el lado Sur de la isla.

Muchas veces hice ese recorrido, en coche propio, y, antes del coche, con una moto que tuve y de la que pude salir casi ileso, con sólo una herida en la cabeza en la que me dieron siete puntos de sutura. Hacía el citado recorrido para dirigirme a Los Cristianos, porque entonces era más corto y menos penoso que ir por la vieja carretera del Sur, en la que sólo en el tramo Santa Cruz-Granadilla podían contarse 84 curvas bastante cerradas.

Cuando el abogado don Andrés Arroyo inició las gestiones con miras a establecer el actual teleférico, colaboré estrechamente con éste, con su hijo Andrés, que trabajó mucho para poner en marcha el proyecto, y con otras personalidades destacadas con las que conectó don Andrés, entre ellas el muy competente y conocido empresario don Cándido Luis García Sanjuán, luego propietario de los hoteles Tenerife-Playa, en el Puerto de la Cruz, y Gran Tinerfe, en Playa de las Américas.

Fue esa una labor informativa de promoción que llevó a don Andrés de Arroyo a fundar una sociedad para construir y poner en marcha el teleférico que hoy sigue funcionando y que constituye un atractivo más para los turistas y para todos los visitantes del Teide, que ese fue el objetivo del señor Arroyo: poner el Teide al alcance de los visitantes procedentes del mundo entero, tal cual el pico Bolívar, en Venezuela, y otros en Los Andes y en otras cordilleras del globo terrestre.

Y dejo aquí el relato para continuarlo en próxima ocasión, porque se me ha agotado el puñetero folio, que dicen mis compañeros Andrés Chaves y Ricardo Peytaví, también ceñidos al mismo espacio, porque las páginas de los periódicos no se estiran como los elásticos.