SIGO pensando que cualquier persona es inocente hasta que una sentencia firme dictamine su culpabilidad. Por eso no voy a dar nombres, ni siquiera el de un médico de Las Palmas con antecedentes policiales en el asunto, pero sí digo que no me gustan nada los nuevos registros de la Guardia Civil en domicilios de deportistas de elite, detenciones de entrenadores incluidas. No porque los miembros del Benemérito Instituto obren personándose en las respectivas viviendas -todo lo contrario-, sino porque este país, casi siempre a cuenta de los ciclistas y ahora de los atletas, sigue sin darse cuenta de que la barra libre del dopaje se acabó. Reproduje en esta misma sección hace unos meses el comentario que me hizo un colega francés durante una etapa del Tour de Francia cerca de Pau: "Los españoles siguen sin enterarse de que esto va en serio". Con un ganador del Tour en veremos -de momento, suspendido- y ahora con una atleta emblemática declarando en una comisaría, la cosa es para andar con la cabeza un poco gacha.

Lo que está ocurriendo con algunos deportistas de "alta gama", llamémoslos así, puede analizarse estrictamente dentro del ámbito en el que se mueven. El deporte se ha convertido en un oficio como otro cualquiera. Razón de más para recurrir a una ayuda farmacéutica susceptible de pasar los controles. Por si fuera poco, los años durante los que uno de estos profesionales puede permanecer en la cima, es decir, anotando triunfos en las competiciones y paralelamente dígitos en su cuenta corriente, son más bien escasos. Todos están obligados a llevarse bien lo que pueden llevarse y, además, a llevárselo rápido. La próxima temporada puede ser demasiado tarde. Los llamo profesionales y no deportistas porque el concepto que tengo del deporte es otro. Mi padre me comentaba que una vez estuvieron a punto de sancionarlo por saltar de un trampolín con un reloj de una conocida marca en la muñeca. No hizo publicidad explícita del artilugio, hasta ahí podíamos llegar, pues no se lo exigían; fue suficiente con que lo usara durante los saltos de entrenamiento previos a una competición para meterse en un lío. Han pasando muchos años desde aquello y los tiempos son otros, pero aun así se me cae el alma a los pies cuando veo a todo un campeón de cualquier especialidad anunciando determinados productos o servicios en televisión.

El asunto, como digo, se puede diseccionar sin salir de las canchas, los estadios o las carreteras por las que transcurre una carrera de bicicletas. Sería, empero, un análisis incompleto. Cabe añadir que estamos ante una consecuencia más -una entre tantas- de una sociedad esencialmente hedonista donde el fin justifica cualquier medio. Más aún, una sociedad donde los medios ni siquiera hay que justificarlos porque lo importante, lo único importante, es llegar a la meta del dinero; llave -o poderoso caballero- para cualquier bienestar que deseemos procurarnos.

No obstante, resultaría muy injusto quedarnos sólo en esto. Contemplados como lo que son realmente hoy en día -trabajadores que simplemente cobran un salario para vivir o profesionales que han logrado vivir como millonarios-, a los deportistas le quedan pocas opciones cuando su propia biología los expulsa del Olimpo. Bajo esa perspectiva resultan comprensibles, aunque en ningún modo admisibles, ciertas tentaciones de visitar la botica por la puerta de atrás. ¿También un país de tramposos?