ME HAN LAMADO de Lanzarote pidiendo que hable de mis colaboradores, que han tenido -me decían- bastante importancia en mi vida profesional.

En verdad, no recuerdo con precisión el número de los abogados que completaron su formación jurídica en mi consultorio, en mi despacho, pero sí recuerdo que siempre me rodeé, me hice acompañar, por gente muy capacitada. Por personas de las que pudiera aprender lo mucho que ignoraba.

Recuerdo entre esas personas -hablo de memoria- a los siguientes: a Marcos Tavío, Aldo Pérez, Antonio Martinón, Pepín Ramírez (estos dos últimos vinieron de Lanzarote y allí ejercen la profesión), Coriolano Guimerá, José Manuel (Chema) Niederleytner, Ana Palazón, Ágora Rosales, Carlos Valenciano, Fernández Carrillo, Luis Núñez, Isabel Arnay, Begoña González, Marta Peña, Francisco Fagundo, Tomás Salazar, Santiago Guerra, Alejandro Medina, Santiago Yánez y tantos otros.

Los citados han organizado sus consultorios profesionales y les va de maravilla. Alguno de ellos estuvo en mi compañía -y está en mi corazón- durante treinta años.

Hay otros a los que debo enorme gratitud por las múltiples enseñanzas que recibí de ellos, que después de dieciocho siguen conmigo y a mi lado, como Tibisay Medel, su esposo Juan Carlos Miranda, Beatriz Mesa y mis hijas Vicky, Beatriz, Eva y Marta, con su esposo Pedro Ledo.

Si analizara el perfil profesional de cada uno de ellos -brillante en todo- tendría para escribir un libro de muchísimas páginas.

Tengo que destacar en cada uno de ellos, sobre todo, su enorme capacidad de trabajo (llegaban los primeros y se marchaban los últimos), su honradez a prueba de bombas, siempre, en todo momento, se esforzaban por restablecer el derecho conculcado; todos sentían un enorme respeto por los jueces y magistrados, por los fiscales, en fin, por los órganos encargados de administrar justicia, por las personas integrantes de esos órganos. Todos eran capaces de morir -si fuera preciso- para que brillara la justicia. Educados, serviciales, pero no serviles.

Todos con sus problemas personales, que dejaban en la calle una vez que atravesaban las puertas del despacho.

Ellos sabían perfectamente que en la vida se reparten los cometidos que cada uno debe desempeñar en esta comedia humana que es la existencia, y aunque se revolvían contra este acontecer lo aceptaban. Yo comprendía que alguno no estaba de acuerdo con ese reparto de cometidos porque creía valer más, y sin embargo no se le reconocía, lo que evidentemente era verdad, pero en fin, cosas del destino.

A todos ellos los llevo en mi corazón por lo mucho que me dieron y me siguen dando, y por el cariño que me tienen, al que correspondo con emoción.