EL IR HOY en día a los restaurantes de no primerísima calidad, a esos que uno hasta puede convidar a los amigos y a la familia si así se tercia, y en los que se disfruta de la comida y de la conversación, tiene una vez más un reflejo hoy presente en tantísimas ocasiones, como es la abismal diferencia que tiene la vida diaria de estos días comparada con aquella reinante en mi infancia y juventud. Me refiero a la presencia de niños menores en esos restaurantes, con su bulla, sus risas y voces sin control, con su hablar a veces incesante, otras hasta incómodo y siempre con la disculpa de los pocos años y la muchas veces nula experiencia. En los restaurantes, como en los transportes, los estudios o los paseos y juegos, la diferencia con aquella época en que yo empezaba a vivir es francamente radical, y para los que no llegaron a conocerla quizás les sirvan de enseñanza unas condiciones y situaciones tan superadas que ahora a muchos de ustedes les parecerán hasta soñadas. En el segundo año de la República empecé yo como libre mis estudios de bachillerato, el cíclico de siete años, que terminé el 39, año en que me desplacé a estudiar a Madrid, ya que en Canarias sólo podían estudiarse como carreras universitarias las de Derecho y de Ciencias Químicas, y en La Laguna.

En aquellas circunstancias de tiempo y edad, ¿podía ir un niño o un joven a un café o a un restaurante? Y en todo caso, ¿a qué? Y la respuesta es rotundamente: no y para nada. Yo, en todo caso, no fui nunca a ninguno en aquellos años. Recuerdo muy vagamente que tendría yo seis o siete años, la primera vez que veraneé con mis tíos Juan Vicente y Adela en una casa de la calle Herradores de La Laguna, de la que solo me acuerdo, curiosamente, que en aquella casa terrera a la que mi tío, de alta estatura, casi llegaba con las manos al tejado. Estaba éste llenito de berodes y me acuerdo bien de aquella época porque, a partir de entonces, e ignoro el motivo, mi tío empezó a llamarme "chacarona" que a mí me suena más bien a un pescado, aunque lo relaciono a veces con zapatillas o algo por el estilo, si bien una especie de diccionario de términos canarios que tengo ni siquiera menciona esta palabra, chacarona. Frecuentar cafés o restaurantes era algo limitado casi exclusivamente a varones, y a varones maduros y adultos, y no recuerdo, por ejemplo, que mujer o señora alguna los frecuentase ni siquiera por casualidad y la ida, especialmente nocturna, a ciertos locales estaba generalmente limitada a sociedades de recreo, tipo Casino o Club Náutico, Recreo, Masa Coral o Círculo de Dependientes. Para nosotros, sus hijos, era todo un espectáculo ver cómo nuestros padres se preparaban, especialmente en verano y por la noche, su asistencia a dichos lugares, vestidos con algo que en nuestra tierra canaria era sumamente común, a diferencia de lo que luego tuve ocasión de conocer en la Península, como era el traje de etiqueta, el "de noche" en las señoras y el "smoking" en los caballeros, hasta el punto que, para los muchachos, el primer "smoking", a veces aún antes de terminar el Bachillerato, era como el espaldarazo de la entrada en sociedad, vestido que se viene respetando en numerosas ocasiones, como las bodas que seguimos celebrando por la noche y todo el mundo de etiqueta.

Como he referido en alguna ocasión, la ida a un restaurante era algo no usual, reservado a personas mayores y varones generalmente. Como la de los bares. Todo lo más se nos permitía un Orange Crush o similar y solo en ciertos locales. Nunca, antes de terminar el bachillerato, tuve ocasión de asistir a alguno de estos locales, especialmente bares, los que en mi zona de la Rambla eran ciertamente escasos. Recuerdo con especial ilusión uno en el tramo de la Rambla del barrio de Salamanca al que a veces me solía invitar mi tío Juan Vicente a un refresco, como era "El Portón de Oro", casi enfrente de donde desembocaba mi calle de General Sanjurjo. Este, el kiosco de la plaza de La Paz y el "Marpy", donde nos surtíamos de helados, eran los únicos centros que frecuenté, alguna que otra vez, hasta mi ida a la Península, el 39, a iniciar mis estudios superiores Y mi caso supongo sería análogo al de los demás jóvenes de mi edad. Aparte de jugar al fútbol en el Campo de los Belgas o en los solares de al lado de la Plaza de Toros, en el campo del Toscal del Iberia o donde cuadrase, nuestras salidas se reducían en época no lectiva, a las idas al Club Náutico viejo, a entrenar al Balneario con el equipo de natación en el que cada uno andase (se me resiste lo de "anduviese", ¡qué le voy a hacer!), a pasear por la Rambla, entre la calle Numancia y La Estatua, a jugar a los boliches en la plaza del Príncipe o, ya al final, a pasear por la plaza de la Constitución, a la que sigo llamando así desde antes de la República del 31, al son, a veces, de la banda municipal de don Evaristo Iceta y, en todo caso, buscando la mirada huidiza y furtiva de la moza del momento.

Aunque la gran liberación de amarras y cables fue la ida a la Península, finalizada seis meses antes la contienda y en un supuesto normalizarse de la vida ciudadana que no incluía, por cierto, eso de ir a bares o restaurantes, y no por falta de ganas y novedades sino por simple penuria económica, fueron transcurriendo meses, un primer invierno madrileño con nieve en las calles, jornadas de seis días de trabajo y estudio, comidas dominicales en casa de parientes, cines de barrio, cambio de pensiones siempre en busca de la más adecuada y económica y, ya en la primavera siguiente las temperaturas agradables, la gente en la calle, los partidos de fútbol en las localidades más económicas y miradas ilusionadas a bares y restaurantes, más bien casas de comida. No existían las cafeterías, ni tampoco qué gastar en ellas, y la máxima atracción era una posible ida a pie los domingos después del fútbol hasta el centro de Madrid, donde, en las proximidades de la Puerta del Sol, entrábamos en un bar donde por media peseta nos daban una caña y un bocadillo. El buen tiempo nos trae a gente de la tierra hasta la capital, y algunas, con los saludos familiares, nos traían paquetes de gofio, galletas y chocolates Nivaria. Por esas cosas que se fijan ya para siempre en la memoria, me acuerdo de haber ido en un viaje de mi tía Adela por Madrid, y por primera vez, a una especie de salón de té en la misma Gran Vía y también en ella, al comienzo de la misma y en la esquina con Caballero de Gracia, fue el lugar del primer restaurante al que asistí, invitado por Maruca Ramírez y Pepe Calzadilla en una de sus visitas a Madrid. En aquellos períodos en que la comida comenzó a escasear, y se prodigaron los racionamientos, solíamos comer antes en la pensión, que no estaban las cosas como para perder ni una cucharada de sopa.

Gran invento fueron las cafeterías que como hongos han ido cubriendo la superficie gastronómica nacional y a cuyo nacimiento puede decirse que asistimos sin darnos cuenta de lo que se nos venía encima. Era allá por el 41 y un puñado de tinerfeños, entre estudiantes y opositores, nos concentramos en la "Pensión Amiano", en la calle del Prado, nº 10. Cerca de ella, en la calle del Príncipe y casi enfrente del Teatro de la Comedia, había una especie de tienda, almacén de ultramarinos o lo que fuese, en el que un buen día un matrimonio, creo que emigrantes procedentes de Cuba, puso un puesto con una especie de heladera, en la que en algunas tardes de verano y comandados por el hoy ilustre historiador y notario don Marcos Guimerá Peraza íbamos a tomarnos lo que él llamaba "un mixturado" en recuerdo de nuestra tierra y que era simplemente un helado de vainilla con un granizado de limón, tan bueno que hasta a veces repetíamos. El negocio de tan humilde origen fue creciendo y unos pocos años después la productividad del negocio consintió que en la propia Gran Vía se abriese lo que se llamó una cafetería, donde no sólo tomábamos helados, sino también cafés diversos, meriendas de todo tipo y las famosas tortitas con nata y otros aditamentos. Subió aquel negocio como la espuma al compás de la industrialización del país y las calles de Madrid se poblaron de aquellas "Cafetería California". Décadas después, la prensa madrileña nos trajo la noticia de la defunción del creador de dicho floreciente negocio, que años después tomó otros rumbos. Habíamos asistido, involuntariamente pero desde un principio, al nacimiento, esplendor y ocaso de un tipo particular de negocio, hoy consustancial con nuestro quehacer diario.