COMO siempre ha sido cierto que cada uno cuenta la feria según le ha ido, tan interesante como el propio discurso de aceptación del Premio Nobel pronunciado por Mario Vargas Llosa han sido -lo están siendo- las interpretaciones de sus palabras. Dejo a un lado sus opiniones sobre los nacionalismos -sobre las que han corrido un tupido velo los nacionalistas de cualquier lugar y condición- porque, aunque este suele ser un artículo de análisis político, hoy domingo prefiero abordar otros temas por una mera cuestión de higiene mental.

Entre esas interpretaciones del soberbio discurso he leído -más bien medio leído- una sobre las implicaciones de género, o algo así -a las estupideces cada vez les presto menos atención-, que encierran las palabras del escritor peruano. No han faltado tampoco análisis sesgados porque a la izquierda mundial, a cuenta de qué vamos a negarlo, hace tiempo que le dejó de gustar el estilo de Vargas Llosas; más o menos el mismo tiempo transcurrido desde que empezó a expresar, por activa y por pasiva, que ya no era marxista. Más aún, que ya ni siquiera era socialista sino un demócrata liberal. Pero dije que no iba a hablar de política.

Emociona oírle decir a Vargas Llosa lo mucho que le ha servido la literatura como refugio, tanto en su faceta de escritor como en la de lector, durante los momentos más críticos de su vida. Me pregunto no ya si a la infancia actual, porque la infancia sigue siendo una etapa inocente y feliz de la vida, sino si a la adolescencia y hasta la juventud de hoy le sucede lo mismo. No he salido a la calle con un micrófono y una cámara de televisión para preguntarle su parecer sobre el particular a cualquier parroquiano, como han tomado por costumbre los editores de los insufribles telediarios. "¿Y a usted qué le pareció el accidente, señora?". "Ay mi niña, si te digo la verdad no lo vi, pero fue horrible". "Conocía a la víctima". "No, pero era un señor muy tranquilo que nunca se metía con nadie; lo sé porque me lo dijo el chico que sale con mi sobrina". No he salido a la calle, como digo, para concederle al hijo de vecino en cuestión sus quince segundos -que no quince minutos- de fama mediática, pero hace poco me quedé de piedra cuando le oí comentar a un profesor universitario que un alumno de nuevo ingreso le había preguntado con cara de honda preocupación, casi de susto, si tendría que leer muchos libros durante el curso. ¿Qué necesidad de mantener viva la literatura habiendo videojuegos y telebasura? Lo malo es que a lo peor algunos de los profesores que tuvo ese chico durante su paso por el bachillerato tampoco leyeron mucho.

¿La literatura como terapia? Una vez me leí de un tirón "¿Qué es filosofía?", de Ortega, vestido de marinero y sentado en un banco de la Plaza de la Constitución de Cádiz. Era el domingo de una tarde invernal, pero soleada, y no tenía nada mejor que hacer; ni siquiera unos duros -en este país todavía se mercadeaba entonces en duros y pesetas- para ir al cine. Cualquier otra cosa hubiese supuesto una opción mejor, pero aquella tarde vacía no existía por ninguna parte esa "cualquier otra cosa" a la que agarrarme como quien se aferra a un clavo, aunque esté ardiendo, para no caer en el abismo de la nada. Afortunadamente, otras veces -otras muchas veces, debo confesarlo- he dejado a un lado quehaceres esencialmente interesantes para leer un libro de principio a fin. Pero fue así porque me apetecía, no porque me lo aconsejara, ni mucho menos me lo impusiera, un profesor del bachillerato.

Quiero decir con todo esto que la literatura le sirve como bálsamo o evasión a quien le sirve y a nadie más. A mí me sirve. Y a Vargas Llosa, por lo que él mismo confiesa, parece que también. Simplemente eso. Ni siquiera lamento que algunas personas, quizá en estos momentos una mayoría de las personas que nos rodean habitualmente, carezcan de este subterfugio para eludir la realidad. El mundo, la sociedad, ha sido en cada momento de la historia la que debe ser. Tampoco yo experimentaré nunca, casi con toda seguridad, lo que se siente caminando por la superficie de la Luna.

¿Un empobrecimiento cultural generalizado como consecuencia de que la literatura no sea hoy un entretenimiento de masas? Posiblemente sí, pero es lo que hay. Con todos mis respetos hacia el señor Ortega y Gasset, no hubiese persistido ni un segundo en la lectura de su ensayo durante aquella tarde soleada si una de las gaditanas que huían de nosotros sólo con vernos vestidos de azul marino me hubiese dedicado una sonrisa. Sobra añadir que el piberío de hoy cuenta con muchas facilidades para dedicarse sonrisas mutuas y hasta para protagonizar personalmente escenas que antes sólo se podían vivir en el mundo virtual -el mundo auténticamente virtual- de la literatura.

Esa es la realidad. Luego vienen los informes PISA y similares, pero ese es otro asunto harto comentado a estas alturas para que merezca la pena incidir en él. Tan sólo cabe añadir que no cambiaremos la situación criticando a los políticos, a los profesores y a los padres. Puede que en el pasado la ciencia entrase con la sangre; el gusto por la literatura desde luego que no. Habrá una elite que seguirá leyendo y disfrutando con la literatura, e incluso formándose con ella, y una masa que no leerá ni los carteles de las carreteras. Eso sí, al menos nos queda el consuelo de que será el grupo de los lectores quienes, a la corta y a la larga, tendrán algo que decirle a sus semejantes.

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