¡Feliz Navidad! es la expresión más repetida en este mes de diciembre, ya que, con crisis o sin ella, las calles de nuestros pueblos y ciudades se ven invadidas de miles de ciudadanos que vagan mascullando toda clase de improperios sobre la obligación de estar feliz en esta época del año. Y no es para menos, pues aunque los católicos celebramos la efeméride con alegría y mantenemos vivas las tradiciones, el resto de la gente acude a esta cita en el calendario por la fuerza de la costumbre, agobiada por los gastos extras en el hogar y la organización de los encuentros familiares. Además, la actual crisis económica tiende a incrementar las emociones negativas y agudiza las rivalidades y envidias con los más cercanos, despertando sentimientos de tristeza por lo mucho que pesan las ausencias o el recuerdo de episodios conflictivos vividos con anterioridad. La realidad es que la incertidumbre económica puede unir o ser una amenaza para convertir estas fechas en foco de discordia, poniendo a prueba las "buenas" relaciones familiares.

Ante la falta de credo, la Navidad se resume en comidas y regalos, asociándose a un período de incremento de los gastos y no en una cita con la ilusión para los niños, la diversión en las cenas y reuniones con amigos o la posibilidad de abrazar a los que quieres en la "fiesta familiar". Y este es el primer punto de fricción: todos los años se discute dónde toca comer y cenar, en una casa o en otra, con los padres o los suegros, los hermanos, los sobrinos, sus parejas, los niños..., eso sí, se mantiene la necesidad de estar acompañados so pena de sentir tristeza o que la melancolía te corroa las entrañas.

El alumbrado de las calles, la lotería, los villancicos y la publicidad transmiten que son días especiales, en los que todo parece fácil y lleno de luz, pero en realidad la vida no es así. Tienes un sueldo bajo, una hipoteca, problemas de familia, de vivienda, de relación, estás lejos de casa... y te sientes como el bicho raro que tiene dificultades. Eres la persona que se ha caído del globo de la felicidad y, entonces, aparecen las inseguridades. Nadie es ajeno a esa situación, y en la mayoría de los casos compartir estas adversidades con la familia no es bueno, pues no siempre la crisis une, todo lo contrario, agudiza las rivalidades y envidias, que estallan inevitablemente en los encuentros familiares. Salen a flote los roces, el desencanto o las desigualdades en lo personal y lo laboral, descubriendo que ese hermano del alma te odia de manera visceral, acechando como perro de presa el momento adecuado para morderte en la yugular.

Estamos viviendo unas Navidades tristes, marcadas por la melancolía de tiempos pasados, por la añoranza de todo aquello que hemos perdido e, incluso, por la impotencia de no poder llegar a las expectativas que se transmiten desde la televisión o la calle. Además de los problemas de frustración por no asumir la realidad de un país en crisis, hay muchas personas que no tendrán qué comer en estos días, que carecen de un lugar donde cobijarse, pero sobre todo de unos brazos que le brinden un afecto fraternal. Es el momento de mostrar la solidaridad de la que tanto se habla, de compartir con los más desfavorecidos, sobre todo porque si esta crisis continúa tal vez el próximo año seamos nosotros los que tengamos que recurrir a la caridad.

Para vivir la Navidad no basta con quejarse del estrés de los gastos, de las compras y de los excesos de las comilonas, tampoco de que la fiesta haya perdido su sentido y sea un mero acontecimiento comercial, donde la luz invita a estar en las calles y donde los villancicos no se cantan ante un pesebre sino en la confluencia de las zonas más transitadas, perdiendo así el sentido de su denominación. De ese cantar a lo divino se ha pasado a cantar por una retribución económica, un chocolate y unos churros. Tampoco basta con ir a la Misa del Gallo para disfrutar del espectáculo de ver a esas horas de la noche el gentío por las calles, ni con poner en casa el árbol de Navidad -costumbre importada en España y que nada tiene que ver con nuestro pasado de país católico-, o el nacimiento en el que los niños colocan sus guerreros de las galaxias mientras nosotros, los adultos, les dejamos hacer. Vivir la Navidad es mucho más que invitar a los parientes y hacer regalos, imitando los presentes que los Reyes Magos de Oriente llevaron a Jesús. Vivir la Navidad es abrir el corazón a la esperanza, es compartir lo poco o mucho que se tiene, pero sobre todo, debe ser un ejercicio de sinceridad, ajeno a esa impostada alegría con la que amigos y enemigos te dicen: ¡feliz Navidad!