NO RECUERDO el año ni el mes del año, pero sí la hora y el día de la semana: fue un domingo a las 11 de la mañana cuando me reuní en el hotel Mencey con José Carlos Francisco para tratar un asunto de casinos. Un medio funcionario se estaba pasando la normativa por el arco de triunfo -qué casualidad- y un amigo me pidió que mediara ante Francisco para que, en calidad de político con un cargo que le confería atribuciones en el asunto, hiciera cumplir la ley y se evitasen los siempre engorrosos, costosos e inciertos pleitos judiciales. Don José Carlos manifestó que desconocía el asunto, pero se comprometió a que si las cosas estaban ocurriendo según el autor de la queja, se encargaría personalmente de corregir el yerro.

Aquella conversación dominguera, acaecida hace no menos de dieciocho años, derivó hacia otros aspectos relacionados con el ocio lúdico. De forma concreta, se habló de la conveniencia, e incluso de la posibilidad, de convertir a Canarias en una meca de casinos. Por eso me ha sorprendido que José Carlos Francisco se pregunte ahora por qué Canarias no es el patio de juegos de Europa, como lo son Macao en Asia y Las Vegas en Estados Unidos. Desconozco si esta reflexión del nuevo presidente de la Patronal tinerfeña tiene su origen en aquella lejana conversación. Lo mismo da, aunque no es Francisco una persona que necesite ideas en temas económicos. Suele tener las suyas propias y son muy buenas. Sí me atrevo, en cambio, a esbozar una respuesta a tal pregunta: Canarias no puede ser el patio de juegos de Europa porque este es un Archipiélago de beatos inmerso en un país de más beatos todavía. Empezando por el beato teñido que me auguró una ruina material de mi persona, amén de una ruina aún mayor de mi espiritual alma, cuando en los meses siguientes a aquella reunión en el Mencey me dediqué a recorrer muchos casinos por esos mundos de Dios acompañando a los Pelayos. Por cierto, el otro día un pollaboba del País Vasco (podía ser un gilipollas de Murcia o de cualquier otro lugar, pero era de las Vascongadas) me escribió un correo-e para decirme que era tan facha, que sólo tenía en mente al Pelayo de la Reconquista. Así anda la cultura en la Red, pero eso es otro asunto. El caso es que con los Pelayos conocí el mundo del juego legal. Un negocio controvertido, no lo niego, pero también muy controlable y controlado por las autoridades allí donde existe. Un mundo en el que los jugadores profesionales tanto de póquer como de blackjack atraen a una gran marea de aficionados, de la misma forma que hacen los tenistas y los golfistas profesionales con los amateurs de esos deportes; con los que realmente generan los beneficios para pagar los cuantiosos emolumentos de los que viven, y viven muy bien, del tenis o del golf.

Bien es verdad que no es lo mismo dar raquetazos, o tocar las pelotas con un palo, que jugar a las cartas. Por eso dudo que prospere la idea de Francisco. Antes o después aparecerá un ecologista disfrazado de moralista -o un moralista disfrazado de ecologista- y anunciará, en rueda de prensa con gran afluencia de medios, que han encontrado un escarabajo -¿o será un lagarto?- susceptible de ser perjudicado por el saltarín rebote de la bola en una ruleta antes de caer en la casilla del número agraciado. Qué desgraciaditos somos.