LA AUTORIDAD de la Iglesia se fundamenta en la predicación de la verdad de Jesucristo. Y por eso una Iglesia que no predica de verdad a Jesucristo no interesa a nadie. En todos los tiempos, con sus circunstancias políticas y sociales, es la hora del anuncio explícito y completo del Evangelio de Jesús.
Si la Iglesia se dedica solamente a llevar a cabo una actividad social y cultural, por muy noble que esta sea, olvidándose de predicar explícitamente a Jesucristo, tarde o temprano dejará de interesar. El anuncio claro y completo de Jesucristo es un deber de la Iglesia -y aquí está su autoridad-. Es, por tanto, su tesoro más precioso. En él radican las señales más preciosas de su identidad, que con tanta precisión y fervor viene señalando Benedicto XVI. Sin este anuncio explícito, la Iglesia corre el peligro de quedar reducida a una mera organización humanitaria, carente de atractivo específico. Contemplemos la Historia:
Ya nos dice cómo entonces a los bárbaros no les gustaba san Benito, el gran predicador de Jesucristo en Occidente. Y ya en nuestros días también nos encontramos con esas convulsas reacciones a la designación del nuevo Papa, Benedicto XVI. Nada de nuevo en la tierra esta postura. Es la misma oscuridad de siempre contra la misma luz. Es reclamar al cristianismo que se rebaje a los tiempos. O lo que es igual: pedir a Cristo que se acomode al imperio romano y aplauda a gladiadores y festeje orgías tan singulares y propias de vivir la ideología política que se dice ser democrática, como actualmente se pretende imponer en España.
No perdonan a la Iglesia su autoridad moral. Es una vieja historia. Ahora pretenden que el cristianismo se rebaje, prostituya y acomode a una versión descarriada y errática de la modernidad, como si el padre prudente debiera imitar al hijo extraviado.
Benedicto XVI es nada moderno, pero muy del siglo XXI. Acaso lo que le están pidiendo los demagogos niveladores sea un "progreso" hacia el siglo XIX. De esta manera, el futuro estará a nuestras espaldas. Seremos así perfectos retrógrados. El "progresismo" estará mirando hacia atrás, como la mujer de Lot. Por eso se ha estancado y petrificado, como estatua de sal. Le piden que se acomode a los tiempos, sin que importe si los tiempos van bien o mal. Quienes aspiran a abolir la distinción entre el bien y el mal no pueden discernirlo ni soportar la cuestión. ¡Cómo van a ir mal los tiempos si el mal ya ha dejado de existir! Proteger el mal es lo mismo que perseguir el bien. Es apartarse de la autoridad de la Iglesia, que es camino, verdad y vida. Porque la Iglesia no es un fin en sí misma. Es una mediación para construir el Reino que predicó y vivió Jesús al revelarnos que Dios era Padre de todos los hombres y, consecuentemente, que estos debían vivir unidos como hermanos.