LOS CARNAVALES chicharreros han concluido con notoriedad para algunos y con demasiados fracasos para otros, según el cristal con el que se hayan observado. Pero las fiestas, ni mucho menos, han finalizado. La novelería contagiada desde Santa Cruz se traslada ahora por los nortes y sures de Tenerife con el fin de contentar a aquellos pendones para los que las alegrías parecen no tener término. Festejos que, a nuestro entender, nada tienen en común con aquellos otros que surgieron a comienzos de la década de los sesenta disfrazados de unas Fiestas de Invierno que, muertas de risa, toreaban perfectamente las prohibiciones que llegaban desde el régimen anterior y la Iglesia. Se trataba de algo muy simple: el pueblo salía a la calle en busca de un fasto que se le negaba, pero, sabiamente, lo encontraba con la imaginación, una sábana y la sana alegría.

Aquel desenfreno, alejado totalmente de esta fiesta multitudinaria que en estos días ha recorrido las calles empapadas de la capital, nació como un formidable eufemismo para despistar a los censores de entonces y para que los sermoneos desde los púlpitos hacia el pueblo pecador se precipitasen hacia un profundo y discreto rechazo. El obispo, don Domingo, de grato y santo recuerdo para todos, tuvo bastante protagonismo en el cambio de actitud de muchos de sus curas al indicarles que los Carnavales no eran tan pecaminosos como se había afirmado y que el pueblo tenía derecho a un rato de esparcimiento. El delegado de Información y Turismo, don Opelio, pasaba por alto las letras de las murgas, aunque, eso sí, siempre había alguna recomendación que, por supuesto, jamás se llevaba a efecto. La Ni Fú-Ni Fá sabe mucho de esto, y su director-creador, don Enrique, al que este año, merecidamente, se han dedicado los Carnavales, fue un auténtico murguero-carnavalero total que desde el comienzo entendió que una murga no era una coral polifónica, sino una reunión de amigos que criticaba, con perfecta vocalización, la actualidad política. Las murgas de hoy han equivocado el camino. Como el concurso ya es insoportable, nos pasamos a la televisión andaluza y disfrutamos bastante con las chirigotas de Cádiz. Estábamos ante un espectáculo con calidad.

¿Hacia dónde camina nuestro Carnaval? Hacia una triste realidad: lo que importa es la Gala. La gente solo piensa en salir por televisión. Grupos, murgas, rondallas, comparsas, ensayan, trabajan, se visten y se desvisten para salir en la pequeña pantalla. Después desaparecen de la circulación y apenas se les escucha en alguna sociedad o en la plaza del Príncipe o en el Coso. Los responsables de este desbarajuste están en nuestro bienamado ayuntamiento. Es desde allí donde surgen las narices políticas que el pueblo nunca soportó ni soporta y desde donde también se organiza la participación ciudadana que, siempre, fue voluntaria y espontánea. El festejo de este año duró cuatro horas. Aunque no queremos echar culpas, sobre todo después de lo de Amargo, Sergio García, que es un buen profesional, no calculó las previsiones idóneas de duración de la Gala. Porque si él, que es el responsable de la velada carnavalera, ignora este capítulo, ¿a quién vamos a preguntar sobre la dilación del final?

Habrá que buscar soluciones, y estas deben pasar por convertir la Gala en un espectáculo que se pueda ver en todas partes. La duración no debe llegar a las dos horas. Es necesario que alguien aborde, de una vez por todas y sin miedos, una profunda renovación de la fiesta. Este año, por ejemplo, han desaparecido más de diez comparsas; el concurso de murgas fue insufrible y la mayoría de los espectadores abandonó el estadio antes de su conclusión; reiteración con las rondallas; en la Gala, llevábamos hora y media ante el televisor y únicamente observamos un montón de disfraces que deambulaban por el escenario sin ton ni son; el hospital del Carnaval, a tope; vandalismo y basura por doquier... Tal vez el remedio a este dislate esté en recurrir a la actuación de aquellos galardonados del año anterior en los diferentes concursos. En cuanto a las reinas, se podría proceder a una preselección y que accedan a la Gala un número menor de aspirantes. Y es que, si se sigue al ritmo actual, dentro de tres o cuatro años la Gala comenzará a las nueve de la noche del viernes y terminará a las once de la mañana del domingo.