En muchos países con bastante más tradición democrática que España no existe jornada de reflexión en vísperas de unos comicios. De hecho, no existen tantos límites como los impuestos por la legislación española al proceso electoral. Supongo que la inclusión de ese mencionado paréntesis para la meditación, así como de otras medidas que de alguna forma encorsetan el sistema político que nos hemos dado, estuvo motivada por cierto temor al desmadre. Desde una perspectiva actual esto puede sonar raro, pero las circunstancias de 2011 son muy diferentes a las de 1976. Entonces nadie daba un duro por la democracia española ni dentro ni fuera del país. En los cuarteles sonaban ruidos de sables, el terrorismo etarra -y también el de los GRAPO- iniciaba su andadura hacia cotas de crímenes que no se había atrevido a cometer durante el franquismo y, en definitiva, todo estaba en el aire. Empezando por la madurez mental del pueblo para afrontar un régimen de libertades después de casi cuarenta años de dictadura. Al menos eso pensaban los encargados de timonear el enorme cambio que urgía no sólo en lo político, sino también en el aspecto social y económico. La presunción de falta de madurez suficiente era una idea errónea, desde luego, pues la ciudadanía de este país dio sobradas muestras de estar muy preparada para la democracia a lo largo de los siguientes años, pero eso fue lo que imperó en ese momento.

En cualquier caso, como consecuencia de esa madurez política que han demostrado los españoles durante 36 años, empiezan a sobrar muchas normas. Hay países en los que la campaña se prolonga hasta el mismo día de las votaciones. Los candidatos incluso pueden abordar a los ciudadanos para aconsejarles cuando ya se dirigen a entregar su voto, siempre que no estén a menos de 25 metros de un colegio electoral. Y no pasa nada por ello. Lo inadmisible es no cumplir la ley. Y si la ley establece que el día previo a los comicios no pueden realizarse actos ni manifestaciones de naturaleza electoral, hay que cambiarla suponiendo que sea eso lo que se considere pertinente y se vote mayoritariamente en el Parlamento; pero mientras esté vigente, hay que cumplirla. Algo que, a media tarde de ayer, no estaba claro. "Para resolver un problema, la policía no va a crear otro", decía un asustado Rubalcaba.

Ciertamente desalojar a los concentrados en la Puerta del Sol es un problema peliagudo. De entrada, cualquier acción por la fuerza supone magnificar lo que está sucediendo. Un efecto buscado por los organizadores, que los hay aunque muchos se empeñen en ocultarlo. Ocurre, no obstante, que a estas alturas quizá el incendio se les ha escapado de las manos a los pirómanos. Porque la otra opción, la de quedarse con los brazos cruzados, aun siendo la más sensata en primera instancia, a la larga resulta igual de complicada que la primera. Si el Ministerio del Interior no hace nada, como ayer dejaba entrever Rubalcaba, me pregunto con qué autoridad moral -y de cualquier tipo- les puede exigir ese mismo Ministerio a todos los españoles, a partir del lunes, que cumplan las normas de tráfico. Por ejemplo.

Lo más fácil hubiera sido no encender el fuego. Ya se hizo aquel famoso sábado de 2004 y la jugada le salió bien a quien la realizó; veremos qué pasa esta vez.