HAY días en los que uno siente que no puede más, que el mundo se nos deshace en migajas, igual que un trozo de pan muy tostado. Hoy es uno de ellos, y si escucho mi corazón, mi piel y mis huesos, descubro que mi océano interior está a punto de vaciarse a través de unos párpados cansados. Estoy herida de muerte, no soporto la soledad y el abandono, te extraño.

Me entrego a la anarquía de estar viva aunque me muero un poco cada vez que respiro tu ausencia, producto de ese orden impuesto con el que no siempre se comulga. Quisiera poner a cero los relojes de mi historia y volver a empezar, cruzar las fronteras que han marcado tantos minutos rendidos, rompiendo la línea argumental de una vida que ya no es vida. No quiero tener memoria y mucho menos cuando esta es hambrienta y traumática, cuando me espera agazapada en cualquier oquedad persiguiendo ser continua e infinita, en lugar de intermitente, como procede.

Hablo desde las entrañas, confieso mis pecados, juro lealtad a un amor imposible, por encima de lo correcto y lo incorrecto, del bien y del mal, de lo inmoral y lo moral, entregándome al desorden del pensamiento, rompiendo con la inercia de la senda infinita y recta. En mi locura quisiera besar esos párpados conocidos y soñados, enredar mis dedos en una nuca que nunca es anónima, rozar tus mejillas con el dorso de la mano y respirarte muy cerca, en esa parte escondida del cuello, justo donde la espalda comienza su nombre y donde el contacto tibio reconforta. Mi amor es un poema sin rima, está hecho de sinfonías mudas, solo lo siento yo, es apenas un dibujo en el lienzo de la nada, una aventura que cabalga a la grupa del potro desbocado del placer y que luego se diluye en su universo liquido, dejándome exhausta y vacía.

No sé si entiendo lo que siento o si estoy creando una ficción para lo poco que me queda por vivir. Experimento el miedo ante esta necesidad de ser un espíritu ácrata y libre, ante este deseo de romper con todo, de huir esperando la muerte que quebrará mis huesos con el sonido de los pasos de claqué. Es tan sencillo como encontrar un acantilado y dejarse caer, sin desplegar las alas, sin balancearse como las gaviotas. Es abandonarse a la fugacidad del momento y reconocer la fragilidad del ser humano frente a la grandeza de la naturaleza, pero antes quiero detenerme un instante, el justo y necesario, para pensar en cómo se romperán mis huesos y adivinar en la canción de la liberación, el susurro de unos labios mentirosos que con tantos besos me ha robado la razón y me ha nublado el entendimiento.

No tengo otro camino. La senda se acaba, y ahí, al pie del risco, está el mar festoneado de espuma, con sus humores de sal ascendiendo despacio, adormeciendo el poco sentido común que le queda a mi vida rota. Estoy herida de muerte y por más que oteo el horizonte no soy capaz de avistar ningún barco cargado de esperanza; la música del olvido lo mismo me aturde que me alivia esta pena que ya no me deja vivir, presiento el abrazo inmediato de la muerte. Aún hoy no ha salido la luna, creciente, mentirosa y habladora, esa que me enseñaste a interpretar, la que cuenta las historias a su manera, por eso déjame decirte en este último hálito de mi vida que nuestro destino era terminar fundiéndonos en una sola piel, dejándote que te amoldaras a mi herida anatomía como si fueras parte de ella, justo ahí donde el placer se convertía en escalofrío, pero no sufras, sé que el cauce del amor no puede ser obligado y que sus aguas procelosas buscan siempre una senda que les lleve al mar. Por eso, para estar siempre contigo, a él me entrego esta tarde, vestida de soledad y herida, amándote tanto que, como dijo el poeta, con que uno de los dos respirara, me bastaba para ser feliz.