DESPUÉS, y ante los exabruptos que se introducen con toda la acidez del mundo en el lenguaje de las campañas electorales cuando las cosas no salen como se ha pensado, salta como un ave de rapiña el rencor, funcionando como una categoría negativa que se instaura y toma presencia, a la vez que se considera el protagonista en las cuestiones a decidir sobre lo concerniente a la gobernabilidad de las distintas instituciones.

Cuando esto se verifica dentro de esa tesitura, no cabe duda de que el estilo democrático, del que tanto se presume, empalidece y hasta se cuestiona su verdadera esencia. En esos momentos de contubernio, de conciliábulos y de trapicherismo puede más la revancha y el cicaterismo que, adornando al rencor, este está en disposición de transitar por lo quebrado, por lo torcido, por lo que le interesa, y viene bien a este o aquel, alejados, en ese escenario, de las directrices de las organizaciones; hacen mutis por el foro; si te vi no me acuerdo, y hacer por libre lo que le venga en gana.

El rencor nunca ha sido buen consejero, y en la historia se ha visto que ha sido el que ha alimentado a ciertos duendes malignos que han crecido dentro de las organizaciones y que se amontonan entre sí, en conciliábulos degradantes y que en el afán de sentirse con poder andan envalentonados por la fuerza que presumen tener siendo capaces de romper proyectos programados para que la gente viva mejor y poner en liza políticas que creen bienestar dejando atrás rémoras y complejos degradantes de su personalidad.

Con el rencor a cuestas es una losa para el que lo padece, el que lo lleva dentro, y que, aliado con él en determinadas ocasiones, podrá obtener las prebendas personales y que le gustaría disfrutar, y por eso no cesa para conseguirlo; pero estará siempre acompañado de una paradoja lacerante, y es que una vez que se instale allí donde pretende llegar se encontrará ajeno de sí mismo, puesto que, estando donde quiere estar por las circunstancias, no las de los demás, sino las suyas propias, que son las que irán descalificándolo, corroyéndolo, al final será el desprecio de sí mismo lo que contemplará al eludir el estilo político muy necesario para evitar enfangarse en las miserias encerradas en el estuche de los complejos personales y en el deseo de ser el mejor.

Con el rencor se camina, aunque con el pico metido bajo el ala, camino que se hace angosto y pesado, porque este rencor lo transformará en un monstruo de siete bocas que se devorará a sí mismo y que tiene, si acaso, la vigencia de una legislatura, para más tarde quedarse a expensas del desprecio y del alejamiento total de cualquier tipo de proyecto colectivo ante la falta de lealtad y de vergüenza política que ha demostrado.

El que rompe, el que va por libre, tiene al aliarse con su libertad poder consumirse en un tiempo que al principio podrá ser de gloria, pero que a la vez arrastra consigo ese resabio que lo dotará de oprobio y de melancolía y pasará de considerarse el rey del mambo a pedir cita en el psiquiatra al verse consumido en su propia farsa e inconsecuencia.