En el parlamentarismo español ha habido buenos oradores. Cabe citar a Castelar (Grande es Dios en el Sinaí), Montero Ríos, Romero Robledo, Cánovas del Castillo, Sagasta, Gutiérrez de la Concha (más conocido como el Marqués de La Habana) y muchos otros cuyos nombres omito injustamente por razones de espacio. Todos ellos diputados o senadores -hombres de Estado en general- pertenecientes a una época pretérita porque las Cortes actuales dan para poco. Cierto que a José Carlos Mauricio lo eligieron en su momento diputado revelación; no tanto porque dijese cosas interesantes con un verbo florido, que a veces sí, sino porque era capaz de hablar sin papeles y sin incurrir en un solo anacoluto. Pero al margen de Mauricio, poco más. Ver a Rubalcaba hablando con las manos de tanto que gesticula, ver a Zapatero enunciando incólume afirmaciones que sonrojarían a Diógenes de Sínope (habitualmente llamado el Cínico), ver a un balbuceante Rajoy eludiendo el bulto de una moción de censura para no añadir una derrota más a su historial y ver a tantos iletrados que no serían nada, absolutamente nada, de no dedicarse a la política pontificando con la suficiencia de un catedrático, lo menos que podía esperar era admirarme con una frase, a la fuerza lapidaria, de un presidente autonómico aunque esté en funciones.

No obstante, como todo es posible, leí el jueves último unas manifestaciones de Paulino Rivero dignas de figurar en la antología de la retórica hispana: "Frente a quien pide la revisión del Estado de las Autonomías, apostamos por más descentralización". Ni Castelar cuando dejó mudo a Vicente Manterola, canónico de Vitoria y consumado meapilas de la política decimonónica, mientras, en palabras de Pérez Galdós, "la Cámara ardía y las sacudidas de miles de manos derechas contra miles de manos izquierdas daban la impresión de innumerables aves que aleteaban queriendo levantar el vuelo". Yo hubiera aplaudido a rabiar tan paulina afirmación de haber estado presente en el hotel de Madrid -dónde si no- en el que la dijo. Eso sí, haciendo caso omiso a lo que exponen los números.

Nada menos que una deuda de 2.000 millones de euros a proveedores será el regalo que reciba la señora De Cospedal al hacerse cargo de la Comunidad de Castilla y La Mancha. Proveedores que en su mayoría tendrán serias dificultades para cobrar. Si es que alguno cobra, claro, ya que también peligran allí las nóminas de 70.000 empleados públicos. Y así una comunidad tras otra hasta completar el mapa del taifismo peninsular e insular.

Paulino me cae bien. Lleva años invitándome a un café sin terminar de hacerlo, pero no se lo reprocho porque reconozco que es un hombre ocupado. Si quiere volver a ser presidente, por mí adelante. Asunto distinto es el coste de su antojo. No el precio político que deberá pagar el PSOE y CC -allá cada cual con sus decisiones-, sino el coste multimillonario para el bolsillo ciudadano que supone perpetuar el desbarajuste autonómico. Por eso cabe proponer, en aras a la sensatez, si no podrían Paulino y sus colegas ser presidentes formales de una ínsula Barataria como la que le ofertó Don Quijote a su escudero. Eso saciaría en buena parte las ínfulas vernáculas de poder y notoriedad, qué duda cabe, al tiempo que saldría más barato; con un poco de suerte, incluso a coste cero.