"VIVÍ aquello y no quiero repetirlo; en cuanto suene el primer tiro, me marcho". Eso le oí decir a un señor en Madrid a comienzo de los ochenta, cuando todavía Tejero no había secuestrado al Gobierno y al Parlamento, pistola en mano, un aciago 23 de febrero, pero cuando el ruido de sables traspasaba los muros de los cuarteles y llegaba a la calle. Entonces aún había mucha gente, no totalmente exenta de razón, convencida de que un golpe militar acabaría con la incipiente democracia española; la pregunta no era si sí o si no, sino cuándo.

Lo menos que puede esperarse hoy el Ejército español -un ejército profesional- es un levantamiento armado no ya como el de 1936, sino al menos como una intentona similar a la de Tejero y compañía. Las Fuerzas Armadas han dejado de ser un motivo de preocupación. Las intranquilidades llegan ahora por otra parte; por la parte de algunos señores y señoras contrarios al sistema, aunque viven del sistema, a quienes lo último que se les ocurriría sería vestir un uniforme. Y no tanto por parte de ellos y ellas, si me apuran, sino por la calculada indolencia -o la maquiavélica apatía- de quienes no hacen nada para restablecer un orden público cotidianamente conculcado. Eso, lo escribí ayer y vuelvo a hacerlo hoy, ya ocurrió en este país. Está en los libros de historia reciente, así como en las hemerotecas, a disposición de cualquiera que no quiera seguir con los ojos cerrados. A algunos les conviene que la indignación se convierta en una dolencia crónica sin dejar de ser aguda, pero modestamente les recomiendo cuidado. Siempre hay un punto de no retorno que conviene respetar; un punto en el que el acero del resorte deja de ser flexible y se deforma sin capacidad de recuperación.

Aprecio a cuantos me leen por el simple hecho de leerme; incluso aprecio a quienes me detestan por el horrendo crimen de no pensar como ellos. Y desde ese aprecio -o afecto anónimo- les digo a todos que haré lo que pensaba hacer el señor madrileño al comienzo del folio: en cuanto esto se ponga feo, me abro. No por cobardía -estos alrededores están llenos de aguerridos pecholatas que sólo conocen las guerras de papel; yo he presenciado, y algo más que presenciado, una de verdad con nombre luminoso-, sino porque no estoy dispuesto a que me miren los europeos -y los ciudadanos de cualquier país civilizado- como miraban a los españoles en 1936: como unos salvajes irredentos capaces de matarse mutuamente con la misma facilidad que luego arremetieron los habitantes del Viejo Continente contra sí mismos en la Segunda Guerra Mundial. Ya en 1870 dijo Víctor Hugo que toda contienda entre europeos es una guerra civil.

En definitiva, de "canguelo", nada; pero de estupidez tampoco. Por mí que sigan los "alfreditos" campando -nunca mejor dicho- a sus anchas por las calles, pero conmigo que no cuenten ni siquiera para presenciar el espectáculo desde los balcones. Más aun: llegado el caso, y esté donde esté, tampoco perderé un minuto viendo por televisión como sacan el cuerpo de Franco del Valle de los Caídos y se lía de verdad, que es lo que quiere Zapatero y su capilla de insensatos. ¿Se acordaba alguien a estas alturas de que el "generalísimo" está enterrado en el Valle de los Caídos?