HACE unos días subí a la famosa torre inclinada de Pisa. Me sorprendo cuando el guía explica que la torre no se inclinó después de terminada, sino cuando apenas se habían levantado los tres primeros pisos. Las siguientes cuatro plantas se edificaron, cien años más tarde, con un ligero ángulo para contrarrestar la inclinación inicial. Como resultado, la torre se inclinó hacia el lado contrario. Transcurridos otros cien años, se construyó la última planta.

El riesgo de colapso de la torre se hizo acuciante a partir de los años 60 del pasado siglo. Tras varios intentos fallidos, pudo ser estabilizada extrayendo tierra bajo los cimientos y, por fin, fue reabierta al público en el año 2001. Pregunto en broma si no se ha pensado en enderezarla totalmente. El guía responde que eso sería matar la gallina de los huevos de oro. "Se trata de mantenerla inclinada, pero sin que llegue a derrumbarse".

Se me ocurre que esta historia es una metáfora perfecta de la democracia española: empezó a torcerse desde el principio, a partir de la Transición (ejemplar en algunas cosas y en otras no tanto), y la hemos seguido edificando ya torcida. Y ahora que está terminada a nadie, empezando por los dos grandes partidos, le conviene enderezarla. El Movimiento 15-M quiere intentarlo, pero la torre es de piedra y pesa mucho.

Nuestro edificio democrático está en riesgo, porque sus cimientos, la separación de poderes, son demasiado débiles para soportar el más leve seísmo político (véase el bloqueo del Tribunal Constitucional). Sobre los muros ruinosos de una estructura territorial del siglo XIX, los municipios y las provincias, hemos construido la descentralización del Estado, las autonomías, con la pretensión de afrontar los retos del XXI. El resultado es un edificio político y administrativo sobredimensionado e ineficiente que cruje bajo el peso de la crisis económica.

Ahora bien, no creo que el problema sea el sistema autonómico en sí. Alemania, la locomotora de Europa, es una federación de dieciséis estados (en España tenemos diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas). Lo urgente es redefinir las competencias y la estructura municipal y desmontar la provincial (también los cabildos, aunque alguno se rasgue las vestiduras). Otro problema importante es el difuso reparto de competencias entre el Estado y la comunidades, agravado por un sistema electoral perverso que permite a los nacionalismos (sinceros o fingidos) condicionar la política estatal.

La torre de Pisa está en pie desde el siglo XII, cuando el arquitecto municipal trazó sobre su fachada una marca amarilla en señal de peligro. La misma marca amarilla que luce nuestro joven edificio democrático. Para evitar su colapso hace falta altura de miras y sentido de Estado. Lo que antes se llamaba patriotismo.