UNA COSA es hablar en público y otra convencer al respetable con un discurso coherente que se pueda ir modificando si las necesidades de los mensajes así lo indican. Esto deberían saberlo la mayoría de los españoles que por mor de la democracia han irrumpido en nuestras vidas en las últimas semanas. Muchos de ellos sin controlar ni un ápice los tres tipos de lenguaje: verbal (la palabra), gestual (la expresión y los gestos) o paraverbal (la voz). A la mayoría les guía una buena intención y se han aprendido las cuatro frases de los ideólogos de su partido, sin pararse a pensar que están actuando como papagayos, repitiendo un mensaje que no convence.

Muchos piensan que hablar es algo natural y que hacerlo ante mucha gente no cambia las cosas, y se equivocan de pleno; es necesario aprender a controlar la inteligencia emocional y a desarrollar la capacidad de la persuasión. Los más osados incluso no se ven afectados ni por el pavor escénico; no tienen idea de la medida y mucho menos del sentido del ridículo, y se lanzan a una tribuna sin gestionar bien el lenguaje, delegando en el subconsciente y diciendo, la mayoría de las veces, una cosa con la palabra y otra bien diferente con el gesto. Así es frecuente que crucen los brazos, se atusen continuamente el pelo, esquiven la mirada, jueguen con el papel o el bolígrafo, e incluso que no encuentren las palabras adecuadas para hacerse entender, todo esto sin referirnos a los tics nerviosos y a las típicas coletillas que, aparentemente, no dicen nada pero denotan la total falta de dominio de la situación. Y así nos va… con muchos de nuestros dirigentes sacando un cero en la asignatura de oratoria, materia que yo propondría a los bien pensantes en educación que incluyeran en el proyecto curricular de los centros educativos desde la primaria, de manera que los alumnos aprendieran a edad temprana a presentar y exponer ante los públicos sus ideas.

A muchos de nuestros personajes públicos les haría buena falta un curso de comunicación en el que aprender las técnicas necesarias para dominar la expresión del cuerpo y a mirar al auditorio expresando con los ojos esas emociones que dan cercanía. Todo ello sin olvidar las necesarias pausas en el discurso, documentarse para dotar de contenido lo que verbalizan, ya que la forma no es el todo y, evidentemente, el argumento necesita un razonamiento y una evidencia.

Es terrible comprobar cómo, si se salen de lo que llevan escrito -craso error el de leer en público-, pierden autoridad y hasta simpatía, siendo incapaces de mantener el interés de sus seguidores, de arrastrarles hasta su terreno, el principal objetivo de su intervención. Esas pulseras que tintinean continuamente, ese carraspeo entre líneas, esa mirada que se pierde, el chicle que algunos colocan bajo la lengua para vocalizar mejor, el movimiento incontrolado de la pierna izquierda y, la mayoría de las veces, esa voz sin modulación que llega a ser estridente en las partes en las que pretenden enfatizar constituyen la prueba evidente de que, entre otras muchas cosas, nuestros disertadores en público suspenden en los foros de discusión.

La voz es un instrumento perfecto, pero para obtener de él todo su poderío hacen falta inteligencia y oficio.