LA RESISTENCIA opuesta por el aire a cualquier objeto que se mueva en su interior no es proporcional a la velocidad sino al cuadrado de la velocidad. Por lo tanto, un motor no necesita un ocho y pico por ciento adicional de potencia para mover un coche a 120 kilómetros por hora en vez de a 110, como oí decir por ahí el otro día. Necesita bastante más. Lo mismo ocurre con un barco y un avión; con cualquier cuerpo que se mueva dentro de un fluido. No hace mucho comenté cosas como estas en un concesionario. Entonces un individuo allí presente -un tipo joven sin pinta de belillo- me objetó que eso de considerar el aire un fluido resultaba bastante discutible. Viva la sapiencia popular y la Universidad de la vida. Naturalmente, opté por callarme.

Las principales críticas contra la limitación de la velocidad a 110 en autopistas y autovías, e incluso contra la limitación a 120, se sustentan en que los coches modernos consumen menos por encima de esos límites. Falso. Existe, desde luego, una velocidad óptima. Por debajo o por encima de ella aumenta el consumo, siempre que hablemos de conducir a ritmo constante y por una vía relativamente llana. Si hay que estar reduciendo y volviendo a acelerar por los motivos que sean -la intensidad del tráfico, por ejemplo- la situación es muy distinta, pues a lo mejor conviene mantener una media de 80 en vez de inyectar en los cilindros sustanciales cantidades de combustible una y otra vez para subir hasta 110 ó 120. En cualquier caso, suponiendo que conduzcamos en condiciones ideales y sin aceleraciones, esa velocidad óptima de mínimo consumo suele estar entre 80 y 120 kilómetros por hora dependiendo del diseño del motor -lo que influye directamente en el número de revoluciones al que alcanza el par máximo-, de la aerodinámica del vehículo y hasta en el tipo de neumáticos que utilice, pues el coeficiente de rozamiento con el asfalto también cuenta. Todo ello con independencia de que a los fabricantes no les interesan los límites porque carece de sentido fabricar coches -y publicitarlos- que pueden ir a 200 por hora, si cuando salgan a la carretera van a hacerles una foto apenas pasen de 110. Huelga decir que ni esos fabricantes, ni siquiera los ingenieros, han descubierto cómo cambiar las leyes de la física; al menos de momento.

Un razonamiento similar permite concluir con rigurosidad que no merecía la pena, por meras cuestiones de economía y contaminación, reducir el límite de 120 a 110, para ahora volver al principio. Se puede ahorrar mucho más de esos 450 millones de euros que cita Rubalcaba como "el gran logro del invento" simplemente parando el motor cuando el coche va a estar detenido más de un minuto, y no dejándolo al ralentí el tiempo que haga falta como vemos que hacen muchos a diario. Eso por no mencionar los acelerones quemando ruedas para frenar en la siguiente esquina 50 metros más allá, suponiendo que antes el bergante en cuestión no haya atropellado a alguien. En definitiva, y como en casi todo, estamos ante una carencia bastante acusada de educación; educación vial en este caso, pues las autoescuelas sólo enseñan a memorizar unas cuantas normas viales para aprobar el examen, no a conducir con seguridad ni mucho menos con eficiencia. Por ahí habría que empezar.