GENERALMENTE, la historia, que se nutre de acontecimientos y no de intenciones ni deseos, pone a cada uno en su sitio. No por alborotar ni por creerse desde el resentimiento que se es un héroe la historia tiene reservada para esas personas un capítulo amplio y de dedicación. De eso nada.

Los acontecimientos, cuando se manipulan -y a muchas personas esto se les intenta hacer- y su preocupación innata es confundir, lo que se obtiene a cambio es la charanga, el chalaneo, aunque muchos desde esa posición de maldad piensen que han descubierto un nuevo mundo, cuando desde su incapacidad lo único que obtienen a cambio es que la bilis se salga del hígado, camine por otros canalículos y no solo acontezca que tiña las mucosas de amarillo, sino que es el amargor lo que se instala en su paladar y con él van tirando unos días hasta que, envueltos en su propia baba, como caracoles torpes, se quedan empantanados sin saber qué hacer y con el empeño de reconstruir otras historias que también le pasan factura, porque esta, la nueva, no se les da ni tienen papel en blanco donde escribirla; solo tienen los suyos, que están emborronados, llenos de tachaduras y, aunque quisieran ir por otro lado, ni pulso tienen para sostener este o aquel instrumento con que hacerlo.

Pero, eso sí, la historia pone y ha puesto a cada uno en su sitio. Aquí no cabe escabullirse ni desde el simulacro dotarse con ropajes de maléficos demiurgos ni ir como angelitos por la vida. No caben los cambalaches, y menos los disimulos, y es que capítulos hay que dicen que están escritos y que comentan cuestiones que se pretenden salvar y poner a buen recaudo por los que, creyéndose salvadores de la patria, lo único que consiguen es retornar -y no quieren- a esas páginas negras de rencillas, de cancaburradas y de torpezas desde las cuales no deberían haber salido nunca.

Pero se encuentran, a pesar de todo, bien en ellas. De vez en cuando, aunque sin querer, se les ponen delante de la mirada, por el viento de la historia, y ven su retrato, y por más que intenten disimular o pasar la página negra que quieren borrar no lo consiguen, porque es tan pesada, quizás más que el plomo, que por mucho que lo intenten se les pone una y otra vez delante de sí y la bilis de nuevo a derramarse en su organismo, y el amargor que se había refugiado vuelve por sus fueros y con sus flujos y reflujos inundan desde su insensatez universal a los que no saben de sus frustraciones, de sus traiciones, de sus vaivenes de un lado para otro, y, sobre todo, no conociendo ese retrato, el de ellos, donde se perfila perfectamente el arrastre de sus complejos.

Cuando la altivez marca y es la dignidad lo que se pone en rodaje, las cuestiones van mejor, pero cuando es la ramplonería y el odio lo que circulan, el mundo se ve diferente, y lo que se ocasiona es pérdida de sueño, urdiendo desde una eterna vigilia la próxima maldad sin percatarse de que van camino de ser carroña de sus propios acontecimientos. Y como pretenden elevar la categoría de su historia empobrecida por ellos mismos, sufren al ver que se queda en eso, en marrullería, lo que les conduce al desaliento, y como cada vez se ponen más al descubierto, el tufillo que desprenden funciona como centrífugo y alejará de su entorno a los que hoy les ríen las gracias por desconocimiento y por simplonería, dado que lo único que les une son las servilletas de papel de este y aquel sarao, junto a un plato de lentejas recocinado desde hace muchos años.