UNO de los secretos mejor guardados de la América hispana es cómo un país como Argentina, con una población tan culta e instruida, puede estar tan mal en términos sociales y políticos. Desde que en 1976 la visité por primera vez, me inspira una cierta fascinación y mi interés por conocerla mejor se acrecienta. Cada vez que estoy algún tiempo sin visitarla, una cierta nostalgia aviva mi deseo de volver para disfrutar de lo que no es otra cosa que un divertido y al mismo tiempo trágico ambigú.

Había olvidado esa palabra que escuché por primera vez en mis años de joven estudiante en Navarra, hasta una noche en la que un amigo argentino me llevó a cenar a El Viejo Almacén, una visita obligada allá abajo, camino de La Boca, el barrio porteño que la genial inspiración de Quinquela Martín convirtió en una explosión de color urbano. La voz gastada y ronca de Edmundo Rivero cantaba en lunfardo que la vida es un ambigú y desde entonces queriendo indagar en la idiosincrasia porteña, a través del lunfardo fui enriqueciendo mi vocabulario con el español hablado en la Argentina.

Hoy España es un ambigú, un cambalache donde nada es verdad y todo puede ser mentira, donde hasta Ikea puede ser nacionalizada sin que quiebre la bolsa, donde el mismo Felipe González puede decir que ya no es ni siquiera simpatizante socialista, donde un truhán puede ser ministro, un camilucho llegar a presidente, un mataco alcanzar el grado de académico y una barragana ser estrella de la TV en horario de prime time. Valdano diría que hemos perdido jerarquía y Don Alfredo (Di Stéfano, no Alfredo P.) sentenciaría, socarrón, que hasta un atorrante puede ser cualquier cosa que se proponga.

Creía que los laguneros habían inventado el verres, como variante dialectal del castellano, pero en La Boca porteña, aprendiendo lunfardo supe que un tango es un gotan y un café con leche puede ser un feca con chele. Gracias al lunfardo, Argentina está llena de metáforas, donde si te llaman "corazón", lejos de mostrarte cariño, te están llamando gili por trabajar todo el día sin parar, algo así como uno de nuestros jóvenes mileuristas.

En mis tiempos de estudiante universitario, alguna vez, cuando íbamos a San Sebastián o a Bilbao para ver jugar al Tenerife, al entrar en un restaurante el camarero nos invitaba amablemente a sentarnos en el ambigú para tomar un vino o un txakolí, a la espera de una mesa libre. El ambigú podía ser un pequeño saloncito o simplemente la barra del bar, dependiendo de la categoría de la kantina, la taberna o una benta en el camino. En esta España doliente del tardozapaterismo, un ambigú puede ser lo mismo una marisquería de postín que un puticlub. Sí, un puro cambalache. El mundo fue y será una porquería, en el quinientos seis y en el dos mil también… en el que siempre ha habido chorros, mentirosos, barones y dublés. ¡Y quién lo iba a decir!, hasta un conde cortesano de una bobadilla devenida en geisha.

Sí, España hoy es un ambigú en la que solo los elegidos, o los electos si lo prefieren, tienen asegurado un buen sueldo, dietas aparte. Un enorme ambigú, un bufé con un surtido ilimitado de todo, en el que nada falta. Donde todos hablan y nadie escucha. ¿Y cómo hacen para entenderse?, pregunté a mi amigo argentino. Porque todos hablan en lunfardo y encima pronuncian las palabras invirtiendo las sílabas, como en el verres lagunero.

Rizando el rizo, en este ambigú que es España, donde la Donostia con alcalde que no quiere ser español nos representará en Europa por designio de un atorrante, donde un filoetarra de Bildu terminará expresándose en silbo gomero y no en vascuence... En euskera, vaya, para que no digan que soy un facha. Qué falta de respeto, qué atropello a la razón. ¡Una gauchada, tú!, un matungo o un acholado, que aquí el que no llora no mama y el que no afana es un gil, ¡un cambalache, ché!