VUELVE a quedar claro, por si alguien albergaba la menor duda al respecto, que cualquier loco con un par de armas de fuego y una bomba casera puede causar una matanza incluso en un país sosegado como es Noruega. "Un individuo vinculado con la extrema derecha", destacaba ayer un periódico progre editado en Madrid. El estigma perpetuo del contrario para ennoblecer de forma continua la causa propia. El mismo periódico y el mismo conjunto de periódicos -o de medios de comunicación, si se prefiere generalizar en este caso muy acertadamente- que silencian la nacionalidad de los detenidos por delitos comunes, sobre todo si se trata de delitos en los que media la violencia sexual, cuando los implicados son inmigrantes. ¿Las razones? Si hemos de hacer caso a las instituciones de igualdad, evitar que cundan los sentimientos xenófobos. A los ciudadanos no se les puede decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad porque son menores de edad; son como niños a los que hay que mentirles para que no se escandalicen y crezcan felices. Lo malo es que los niños, al menos la mayoría de ellos, terminan por descubrir el alcance cabal de la falacia. Entonces la decepción suele ser mayúscula y la desconfianza hacia sus semejantes también.

Un atentado terrorista es un crimen independientemente de la ideología de quien lo comete. Da igual que la bala haya salido de una pistola islamista o de la empuñada por un desequilibrado ultraderechista que ve amenazas potenciales en toda persona que tenga la piel un poco más oscura o que se cubra la cabeza con un hiyab: la consecuencia última para quien recibe el proyectil es la misma. Una consecuencia que el viernes se repitió en Oslo en varias decenas de casos.

En las clases de higiene se enseña que uno puede combatir las plagas o convivir con ellas. Cualquiera puede limpiar su casa de ratas, cucarachas y otros huéspedes indeseables, o tenerlos siempre por compañeros. Supongo que sucede lo mismo con el terrorismo y los terroristas. Realmente parece difícil ponernos a salvo de lo que puede hacer un individuo que actuando solo, al menos en apariencia, coge una pistola y comete una masacre. Contra eso no hay medidas policiales útiles. Ni siquiera la Gestapo de Hitler, con su brutal y exhaustivo control, era capaz de impedirlo. La resistencia seguía actuando en los países ocupados pese a los criminales escarmientos ejercidos sobre la población civil después de cada uno de sus atentados. Escarmentar: un verbo español que curiosamente carece de equivalente en inglés. Escarmentar significa tanto castigar o reprender al que ha obrado mal para que corrija su actitud, como aprender de los errores propios -o ajenos- para no caer en ellos.

¿Hemos escarmentado en España respecto al terrorismo? Esencialmente, no. Al menos en el nivel al que se mueven algunos políticos. Porque al margen del terrorismo unipersonal -o de pequeño comité- a cargo de un demente que en un momento dado se siente salvador de su patria y la emprende a tiros con aquellos que posiblemente sean los que menos tienen que ver con el asunto, existe otro terrorismo organizado, metódico, hasta cierto punto admitido como un mal menor y, acaso lo más grave, sustentado por una parte significativa de la población. Por si alguien todavía no ha caído, estoy pensando en el terrorismo vasco, pues es ese su verdadero nombre y no el de terrorismo catalán, mallorquín, andaluz, extremeño, gallego, asturiano, canario o cualquier otro. Ninguno de estos terrorismos existen, aunque en Canarias algunos están desconsolados por que vuelvan los tiempos del MPAIAC a ver si, con un poco de suerte, volvemos a ser portada en la prensa mundial a cuenta de otro accidente aéreo digno de un récord planetario. No hace mucho alguien dijo por estos alrededores que la guerra es la continuación de la política y el terrorismo forma parte de la guerra. Ningún fiscal intervino de oficio ni ningún plumilla se rasgó las vestiduras. Bien es verdad que en Canarias, y sobre todo en Tenerife, el individuo está condenado o tolerado para siempre no en función de lo que haga, sino dependiendo de su cuna y el pedigrí de su apellido.

En definitiva, ¿qué diferencia hay entre un señor que se siente nacionalista noruego y decide "escarmentar" la tolerancia de su país acabando con la vida de más de ochenta personas, y otro señor que se siente nacionalista de donde sea y sale a la calle en manifestación, semana sí semana también, para arengar a quienes no han matado a decenas de personas en un día, pero sino a más de diez veces más a lo largo de muchos años? A la hora de la verdad, ninguna. O sí; realmente sí existe una sustancial diferencia. En el primer caso se trata de una muerte súbita; de algo que ocurre un día pero nada más, aunque el dolor permanezca mucho tiempo. En el segundo supuesto estamos ante una muerte torturadora y lenta que se sucede en el tiempo renovando el dolor con un crimen de vez en cuando, para que de esa forma tampoco decaigan las tragedias personales no únicamente de los asesinados, sino sobre todo las de quienes han de enterrar sus cuerpos y luego llorar sus ausencias. Bien es verdad que hablar de un ultraderechista noruego posee más réditos para esa prensa progre, y desesperada ante el inevitable cambio de ciclo político, que culpar a un nacionalista. Sabe todo el mundo, -lo saben hasta los acólitos de la progresía- que el camino del nacionalismo, sea el que sea, ha teñido de sangre la historia de todo el siglo XX y parece que pretende hacer lo mismo con el XXI, pero eso no importa; importa el lenguaje conveniente aunque sea el más torticero.