RECONOZCO que, viendo las fotografías de la hambruna en Somalia, las imágenes de la salvajada que ha costado la vida a casi noventa personas en Noruega o analizando los peligros que corre la estabilidad de todos los europeos merced a la incompetencia y a la ambición de unos cuantos, no puedo evitar sentir una oleada de irritación al ver por dónde discurren los debates en este país nuestro llamado España. Trajes contra faisanes. Corbata para los señores diputados contra camisa abierta del señor ministro. Paren, que me bajo de este autobús de locos.

Cosas muy serias ocurren en el mundo, y ahí tenemos, ya digo, esas fotografías de los ojos de los niños que mueren de hambre en un país africano al que ni siquiera le dan ya la categoría de nación. O ahí están las imágenes horribles de los adolescentes asesinados en una pequeña isla noruega. O los rostros preocupados de unos líderes europeos que no saben sino poner parches coyunturales a una crisis cuyos recovecos parecen no entender demasiado bien. O los ultimatums de Obama a una oposición dispuesta a todo para derribarle... En fin: suma y sigue.

En la España conmocionada por la reaparición de José Tomás en los ruedos, la polémica discurre por cauces bien distintos. La fruslería, la frivolidad, la superficialidad, siguen copando el debate político. La dimisión de Camps desató una oleada de entusiasmo en el Partido Popular, donde se renovaron y recrudecieron las peticiones de dimisión, nada menos, del candidato socialista a La Moncloa y del flamante ministro del Interior por su presunta participación en el "chivatazo" del Faisán, un caso por el que ninguno de los dos ha sido, no obstante, inculpado por los tribunales. Y, así, lo mismo que los trajes de Camps no tenían más importancia que vestir una lucha política y demostrar la falta de cualidades del ya expresident de la Generalitat valenciana para gestionar su propia crisis, el bar Faisán apenas alberga ya más enjundia que alimentar la campaña contra el candidato a suceder a Zapatero en La Moncloa.

Una absurda pelea, artificialmente engordada, que no debería merecer el protagonismo que le damos y que demuestra la incapacidad de la clase política que tenemos, y siento mucho decirlo, para emprender un vuelo de altura. Cierto que Rajoy se apuntó un tanto al lograr la obligada dimisión de Francisco Camps, pero el aprovechamiento de la victoria ha sido, está siendo, bastante miserable en el entorno del líder del PP. Cierto que Rubalcaba tiene un discurso constructivo, pero le falta la grandeza de tender la mano al futuro vencedor en las elecciones proponiéndole desde ya un pacto de gran envergadura. Y es que a la clase política española, puede que a la sociedad española, tan poco exigente con sus representantes, le faltan toneladas de generosidad y de grandeza.

Escribo eso y de nuevo me estremezco al contemplar el rostro terriblemente serio de esa niña somalí refugiada en el campamento de Dadaab. Y, al mirar hacia esos grupos de jóvenes que han tomado Madrid este fin de semana, de nuevo comprendo que hay motivos para la indignación, aunque luego nadie sepa cómo encauzarla.