SE CELEBRÓ EL SÁBADO, con más voluntad que ayuda económica pública, la rememoración del 214 aniversario de la Gesta del 25 de julio de 1797, contra la división de navíos ingleses y su frustrado intento de conquistar la Plaza de Santa Cruz de Tenerife. Y cuyo resultado está en la historia y en la memoria de todos los que sabemos apreciar los hechos de nuestro pasado.

Consecuentemente y a resultas de estos hechos, se ha hablado, y se hablará, del protagonismo de algunos de sus participantes en la defensa, tanto militares como civiles. No solamente los de primer rango, como el general Gutiérrez, sino también de los subordinados más inmediatos, como el teniente Francisco Grandy, al que se le atribuye la afortunada idea de abrir una tronera nueva y situar en ella al cañón "Tigre" para cubrir el área desprotegida de la playa de la Alameda. Arma que la historia le atribuye el disparo fortuito de metralla contra las barcas que intentaron desembarcar en la misma, hiriendo gravemente al contralmirante Nelson y matando a su compañero Ricardo Bowen; así como dejando también herido en un brazo a Francis Fremantle. Acierto que luego se complementó con la heroica lucha en las calles santacruceras y la rendición final de los ingleses atrincherados en el convento de Santo Domingo (solar actual del teatro Guimerá).

Del resultado de todo ello se conserva hoy, no sin cierta polémica respecto a su lugar más idóneo de conservación, la mítica arma partícipe de la derrota de Nelson. La más sonada de las tres que tuvo en su vida militar, pues no olvidemos el frustrado intento de la toma de Bologne, contra el almirante Latouche-Treville, y el combate naval sostenido con dos fragatas españolas frente a aguas de Cartagena, cuyo rival, Jacobo Stuart, era ascendiente directo de la actual duquesa de Alba.

Pero, volviendo de nuevo al cañón "Tigre", todos los esfuerzos legítimos por conseguir su ubicación más idónea (personalmente abogo por el museo militar de Almeyda), no tendrían sentido sin la participación, casi hoy ignorada por completo, de un militar venezolano, de ascendencia canaria, que a la sazón residía en Las Palmas, comisionado por el gobierno de la República Venezolana para controlar el flujo de la emigración hacia dicho país; y también para paliar, junto con el gobernador de la provincia única, con capitalidad en Santa Cruz de Tenerife, los supuestos abusos que se cometían con los pasajeros durante la travesía atlántica hasta su llegada a Venezuela.

El caso es que durante su estancia entre nosotros, el general Manuel Martel Carrión, que así se llamaba, solicitó permiso para fotografiar el histórico cañón "Tigre", surto en alguno de los fuertes de la costa capitalina. De este modo, después de una búsqueda laboriosa, lo halló finalmente desmontado de su cureña junto a otros de bronce de similar calibre, en la explanada anexa al castillo de San Pedro. Y la causa de este amontonamiento fue que estaban a punto de ser embarcados para su traslado a Las Palmas, con la finalidad de crear allí una batería para salvas de ordenanza. Reconocido de inmediato por sus siglas, el general tuvo a bien dirigirse a las despistadas autoridades municipales explicándoles el error que estaban a punto de cometer, instándoles de inmediato a que, después de un acuerdo plenario, solicitaran del capitán general, marqués de Ahumada, la cesión de dicha arma a la propia ciudad capitalina, siendo el ayuntamiento su más digno depositario.

¿Qué hubiera ocurrido de no haber mediado este hallazgo fortuito del cañón, antes de su traslado definitivo a Las Palmas? Sencillamente, que hoy habríamos de lamentar su inexistencia, como la de aquellos otros que se enviaron en 1892 a la isla vecina, en número de 16 para completar con los 5 que ellos poseían, las 21 salvas de ordenanza.

Y ¿a quién debemos la realidad física que se guarda junto a los cimientos de la fortaleza de San Cristóbal? Pues ni más ni menos que a Manuel Martel Carrión, que ejerció con su actitud un revulsivo para las conciencias dormidas de nuestros representantes civiles y militares.

Conviene, pues, no olvidar (y yo diría que investigar con mayor celo) la existencia y trayectoria de este militar venezolano, muñidor sin pretenderlo de la recuperación de nuestro icono histórico y bélico más preciado. Los investigadores tienen, pues, la última palabra para que los políticos locales despierten de su letargo mercantilista y se ocupen algo más de nuestra historia, que ya quisieran para sí mismos los que carecen de ella o están amarillos de la envidia.

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