EN MI ANTERIOR comentario sobre las playas desaparecidas y las que nos quedan en la ciudad, omití de forma intencionada mencionar el Balneario y su desaparecida playa, hoy bajo el área de expansión del puerto y sus comunicaciones subterráneas a nivel del mar.

Nació la idea del Balneario en 1928, justo un año después de perderse la capitalidad única del Archipiélago por la división provincial de Primo de Rivera. Ya por ese entonces, el alcalde García Sanabria publicó una circular que bien podría extrapolarse a la actualidad, pues hablaba de las mismas carencias de zonas para baños que las que hoy predominan. Y de esta nota informativa extraigo un solo párrafo: "Es realmente vergonzoso que una ciudad marítima, como la nuestra, no cuente con una playa donde puedan tomarse los baños de mar. A remediar esa falta, nos hemos forzado un grupo de amigos de construir un balneario y habilitar una playa para baños y constituir una sociedad de explotación".

De este modo, su construcción y las reformas posteriores fueron debidas a la dirección de los técnicos Pisaca Burgada, Felip Solá, Arrecivita Calvet, Juan Margarit Serradell y Nicolás Marrero Quintero, todos ellos como arquitectos. Interviniendo también como aparejadores en reformas concretas González Falcón y Buenaventura Bencomo Bento.

La obra en sí se pone a disposición del público en 1930 y permanece hasta 1992, fecha en que se clausura, al parecer, de forma definitiva. Y aunque en su proyecto figuraba un casino-hotel, la carencia económica impide su culminación. De forma que solo entra en funcionamiento la parte baja, con el restaurante, comedor, cocinas y terrazas. En cuanto a la primitiva piscina y servicios anexos, las obras duran seis años a partir de 1940, con un coste de 411.000 pesetas; cobrando los obreros unos salarios que oscilaban entre las 9,50 y las 13,50 pesetas a la semana.

Creado, entonces, sobre una antigua finca denominada "El Pastelero", propiedad de José Déniz Fernández, y otra similar sin denominación, lindaba con la carretera y la batería del Bufadero. Luego, amparado en las necesidades de la población, el órgano militar de Canarias autorizó el tendido de una tubería de agua potable que unía la mencionada zona del Bufadero con Valleseco, para culminar con el suministro del agua a presión en 1932, desde el Muelle Norte hasta María Jiménez. Omito más datos, porque entonces no queda espacio para tratar la parte humana y social.

Erigido, pues, como el lugar más asequible para baños de la población chicharrera, fue crisol de muchas generaciones de habituales, cuna de los equipos de natación y otras manifestaciones deportivas, como el frontenis. Cualquiera de nosotros recuerda las colas que se formaban en la avenida de Anaga para subir a una de las guaguas de Transportes San Andrés y efectuar el trayecto por la vieja y curva carretera, especialmente en la zona de la cantera de La Jurada al dejar atrás el barrio de Valleseco. Después, otra cola en las taquillas para comprar las entradas, que podían ser simples o por bonos. Estas oscilaron desde un real de 1944 (0,25 céntimos) hasta las cincuenta pesetas de 1984. Y los que querían más servicios, como caseta individual o guardarropa, debían abonar otros suplementos. Tarifas que, a pesar de todo, resultaban onerosas para la gente más humilde y que generaron más de una protesta en La Prensa, en julio de 1938.

Recordar los baños en la vieja piscina, hogar circunstancial, incluso, de una gigantesca tortuga marina capturada, así como en la zona de la playa hasta la escollera de la batería del Bufadero, constituye un inevitable ejercicio de nostalgia. Pues allí aprendimos muchos a nadar de la mano de nuestros familiares, y tachar de auténtica proeza la primera travesía de la orilla hasta la balsa existente, a cuatro o cinco metros de profundidad. Y por hablar de aprendizaje, tampoco podemos ignorar nuestros inicios como bisoños galanes, pues más de una pareja actual nació del encuentro casual o intencionado en un día de playa cualquiera. Tampoco podemos olvidar a los deportistas habituales, tanto nadadores como jugadores de frontenis y avezados remeros. Me vienen a la memoria nombres como Eustaquio Cabrera, Juan Pedro Medina, Paquillo Arbelo, Juan José Marrero y el "Hércules" local, Juan Ramos Núñez, a bordo de su sólido patín de madera. Omito los nombres de las glorias de la natación, en las que figuraba un tío mío, por no disponer de más espacio.

Concluyo citando a mi estimada amiga Dolores Hernández Díaz, que ha sido capaz de recopilar tantos y tantos datos en su libro "El Balneario de Santa Cruz y sus aledaños", patrocinado por el Cabildo en 2005, en una de cuyas fotos figuro yo con pocos años junto a mi recordado padre.

Otro día trataremos de resumir algo de las estancias en la residencia José Miguel Delgado Rizo, inevitablemente complementaria con el Balneario.