RITOS tan sencillos como dar las gracias o saludar, imprescindibles para convivir, están en peligro de extinción y, sin ellos, la barbarie está servida. Cada vez somos más las personas que coincidimos en que la amabilidad es un valor en crisis en nuestra sociedad. Nos cuesta decir "buenos días" al vecino, cada vez usamos menos el "gracias" y ver cómo alguien cede su asiento a una embarazada en la guagua o en el tranvía es poco menos que un imposible. Ser atento es una excentricidad, un rasgo que incluso debilita en un entorno cada vez más competitivo. Es triste reconocerlo, pero asistimos al fin de la amabilidad.

Para los que crean que exagero, les propongo un sencillo ejercicio: al entrar al ascensor de cualquier gran superficie, o simplemente en el portal de su casa, pronuncien un "buenos días", y verán cómo obtienen un silencio sepulcral por respuesta. Es todo lo que recibirán de esos sujetos que incluso pisotean la norma de dejar salir antes de entrar y que, por supuesto, no sostienen la puerta para facilitarnos el paso. Los humanos somos cada vez menos amables y la amabilidad se considera un valor del pasado, por lo que cabe preguntarse: ¿cómo hemos llegado a esta situación? Haga memoria. ¿Cuántas veces su "gracias" se ha quedado huérfano de respuesta? ¿Cuántas la atención al cliente que le han prestado en un comercio ha sido mejorable? ¿Cuántas se ha cruzado en un pasillo con alguien conocido que ha bajado la mirada para no saludarle? Y sea sincero: ¿cuántas fue usted quien se olvidó de utilizar el "por favor"? No se ruborice, la creciente ambición social de libertad e igualdad nos ha conducido a desterrar todo lo que se consideraba que nos hacía menos libres e iguales. Y lo primero en sucumbir ante una falsa modernidad han sido las normas no escritas de interrelación, ciertos hábitos que facilitan la convivencia y que han formado parte de nuestra educación básica.

La sociedad en general se ha tornado egocentrista, lo que está dificultando en gran medida nuestra coexistencia: cuando alguien no cede su asiento en un transporte público a un anciano o a una embarazada, lo que está transmitiendo es un desprecio absoluto hacia una persona más débil que él, y eso, según los sociólogos, es un ataque en toda regla contra la armonía social. La amabilidad y la buena educación no son sinónimas, pero la línea que separa ambos conceptos es tan delgada que descuidar los modales nos ha hecho ser menos amables. Como siempre, nos hemos ido a los extremos: de la educación férrea y disciplinaria, o lo que es lo mismo del besamanos a las damas o del uso del usted para dirigirse a los progenitores, a dejar de pedir las cosas por favor, ser impuntuales por sistema o convertirnos en un macarra al volante. No me vale como excusa el que la cortesía social evolucione, ni que ciertas normas de urbanidad se hayan quedado obsoletas, pues por encima de esta evolución razonable hay unos principios que debemos cuidar, porque son la base de nuestra convivencia. Por ejemplo, ser generosos y dar prioridad a las personas de más edad o a los discapacitados. Aspectos tan sencillos como estos están contribuyendo a cavar la tumba de la amabilidad.

Otro error evidente es que nos camuflamos en el anonimato que conlleva vivir en las grandes ciudades para saltarnos las normas y tener comportamientos incívicos, porque, total, como nadie nos conoce… Las prisas, el estrés y la falta de tiempo también hacen un flaco favor a la cortesía social, porque nos convierten en seres más egoístas. Y no pensar en el otro es el primer paso para pisotear la amabilidad. Sin embargo, hay quien piensa que en estos tiempos que corren llevar la amabilidad por bandera no nos hace más queridos, sino todo lo contrario, es cosa de idiotas o de pringados y hasta algunos movimientos musicales, seguidos por los más jóvenes, fomentan las poses chulescas, descaradas, lo que conlleva una agresividad en las formas que no casa bien con la amabilidad.

Lo mismo pasa en ciertos ámbitos del mundo empresarial, sobre todo en aquellos donde impera una feroz competitividad y ser amable tampoco está bien visto. Se tiende a desconfiar de que sea una actitud realmente sincera, pues todos sabemos de sonrisas repletas de dientes que encubren a un ser falso y con muchas ganas de trepar. Si el mundo laboral fuera una arcadia feliz, esa persona trabajadora que siempre tiene una mano tendida para ayudar al compañero en apuros debería ser recompensada con parabienes y ascensos. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, quien se lleva el gato al agua es aquel que demuestra tener una actitud más agresiva, firme y determinante. Esto justifica que estemos en la era de la antipatía laboral y que el amable, acostumbrado a ceder siempre el asiento, acabe viendo cómo el maleducado termina ocupando la silla del jefe.

Es posible rehabilitar la amabilidad, pero para ello necesitamos recuperar el denostado código de urbanidad y buenas maneras.