SE SORPRENDE el corresponsal de Televisión Española en Estados Unidos de que los gringos, siempre ellos muy suyos, consideren que los movimientos de indignación mundial se originaron en su territorio y no en ninguna otra parte del planeta. Concretamente, en Nueva York cuando se produjeron las recientes protestas de Wall Street y no en Madrid el 15 de marzo. Qué chasco para la indignación hispana, caramba. Televisión Española es -siempre lo ha sido- un juguete muy caro que pagamos todos, de buen grado o a la fuerza, pero con el que sólo juegan unos pocos. Unos pocos, por añadidura, bien pagados. Creo recordar que el corresponsal de la "casa" en Washington, cuyo nombre omito porque sobra ser más explícito, gana más que el presidente del Gobierno de España. Bien es verdad que el director de la Televisión Canaria -otro carísimo juguete igualmente pagado por todos pero limitado al servicio de cierta, y exigua, camarilla política- ganaba, hasta no hace mucho, más, bastante más, que el presidente del Gobierno regional. En su momento se hizo un ajuste a la baja en los emolumentos para que alguien -el presidente autonómico, se entiende- no estuviese peor remunerado que uno de sus subordinados.

Digo esto no con ánimo de crítica o envidia destructiva, Dios me libre, sino porque considero que el no citado corresponsal de la tele pública estatal cobra lo suficiente para estar bien informado; o al menos para saber que a los yanquis les importa un carajo lo que existe más allá de sus fronteras. En realidad, no les importa nada porque ni siquiera existe. El campeonato norteamericano de boxeo, mismamente, es el campeonato mundial por la sencilla razón de que el mundo entendido por esos señores acaba en los límites de la Unión; el non plus ultra en versión anglosajona o anglocretina, que lo mismo da.

Sea como fuese, y orígenes o iniciativas primarias al margen, las protestas se sucedieron el sábado en los cinco continentes. Nada extraño habida cuenta de cómo está el patio. En el fondo de todo, los recortes sociales; la muerte, lenta pero irreversible, del estado del bienestar. A estas alturas ya no sé si debo escribir la palabra estado con mayúscula o minúscula. Dejemos la inicial en minúscula, acaso para enfatizar que se trata, cuando menos, de un estado enflaquecido y con clara tendencia a seguir adelgazando.

¿Cuánto cuesta un seguro médico privado de amplias prestaciones para una familia de cuatro o cinco personas? No lo sé. Conozco el precio del mío, pero no viene al caso porque las condiciones no son comparables. ¿Menos que la letra del coche demasiado grande -por aquello de la ostentación- que nos hemos comprado, amén de un par de salidas extra los fines de semana para almorzar en un restaurante? Sí, ya sé que mucha gente no puede pagarlo, incluso sin tener coche caro ni salir a comer fuera. Muchísima gente, si me apuran. Pero hay otras muchas familias que sí pueden a poco que renuncien a superficialidades bastante prescindibles. Para los primeros, gratuidad total sin discusiones. ¿Y para los segundos?

En definitiva, que cada cual haga las cuentas que deba hacer. Eso sí, partiendo de la premisa de que el Estado de la barra libre pertenece al pasado, con independencia de que gobierne el PSOE, el PP o un tercero en discordia aún por descubrir.