Anda la gente de la cultura soliviantada por los recortes. Un asunto en el que hoy no voy a entrar. Tal vez otro día, pero hoy no. Entre los enardecidos están quienes filman películas. En España, el negocio del cine no consiste en rodar una buena cinta a partir de un gran guión, sino en tener un amigo en el Ministerio de Cultura -o en la correspondiente consejería autonómica del ramo- para pedir una subvención y conseguirla. Pero dije que hoy no iba a hablar de cultura.

De cultura no, pero de una película, sí. En concreto, de la que vi ayer por la mañana desde mi oficina. Por una vez llegué temprano al curro. Remoloneaba encendiendo el ordenador, el aire acondicionado, etcétera, cuando me sobresaltaron unos bocinazos procedentes de la calle adyacente. Podía decir, simplemente, de la calle de al lado, pero hoy estoy inspirado y me apetece un huevo escribir adyacente. Ante la enorme batahola, y a eso voy, no pude resistir la tentación de asomarme para presenciar lo de siempre: un coche en la zona de carga y descarga y un camión intentando descargar sin conseguirlo. Encima, lloviznaba un poco. Pasaban los minutos y aumentaba la cola, pero el fulano del coche no aparecía. La gente, además de todo lo demás, se ha vuelto sorda. En eso pasó un vehículo de la policía local cuyos agentes trataron de hacerse los locos. Echar pie a tierra antes de las ocho de la mañana, yendo uno tan calentito con las ventanillas subidas, reconozco que debe ser una tarea ardua. No obstante, como la cola era ya demasiado ostentosa para no verla, a los guindillas no les quedó más remedio que parar en la esquina aunque sin hacer nada, acaso con la esperanza de que el problema se resolviese por sí mismo en los segundos posteriores. Coño, es que hasta está lloviendo. Pero el fulano del coche no aparecía. Al final, uno de los guardias no tuvo más remedio que salir del calorcito de las ventanillas subidas, aunque sin muchas prisas. No en vano consumió aún un par de minutos poniéndose el chubasquero y buscando algo en el asiento trasero. Joder, que la mañana no está para ponerse a redactar una multa. A ver si llega el tipo del turismo, deja libre la plaza y el coñazo del camión aparca de una jodida vez. Vana esperanza del munícipe, porque el bergante del coche infractor no daba señales de vida. Al final, cuando parecía que el agente ya no se libraba del agotador trabajo de escribir la sanción, apareció la dueña del coche -era una doña, no un belillo como había pensado- y al uniformado se le iluminó la cara como si de pronto se hubiesen disipado las nubes y un sol radiante derramase alegría para todos. El municipal subió al coche oficial que su compañero había dejado con el motor en marcha y ambos siguieron su ronda matutina, sin duda hacia un nuevo -y diligente- servicio ciudadano. Hasta el siguiente coche mal aparcado, el siguiente camión que no puede aparcar, la siguiente cola y la siguiente, aunque no necesariamente la última, recomendación a Isaac Valencia en plan querido alcalde villero, se lo dije el otro día y se lo repito hoy: no hace falta tirar las leyes a la papelera para dejar de acatarlas, habida cuenta de que donde están ahora tampoco son obedecidas. Menos mal que por lo menos podemos reírnos con la película bufa en que se ha convertido este país.