EL OTRO día me preguntó un señor por quién iba a votar. Le dije que no sabía. Le dije incluso que no sabía si iría a votar. En Inglaterra es de mala educación preguntar por quién piensa votar. Eso no se comenta ni siquiera dentro de las familias. Los padres pueden conocer las tendencias políticas de sus hijos y al revés, por supuesto, al igual que lo más probable es que las mujeres y los maridos estén al tanto de cómo respira políticamente su respectivo cónyuge. Pero el voto es un asunto, puestos a inventar un verbo, "impreguntable". Sería como indagar cuánto gana uno en su trabajo. Una pregunta que es legal, nadie puede negarlo, pero que se cae, como digo, del libro de la buena educación. Aunque tampoco son estos los mejores tiempos para la educación más exquisita, todo hay que decirlo.

Se puede preguntar, en cambio, con independencia de que estemos en Inglaterra, en Escocia o en la tierra de los zulúes, por quién se piensa votar siempre que se haga en el ámbito privado de las encuestas. Encuestas y sondeos que se pueden seguir haciendo estos días, en contra de lo que piensan algunos, pero cuyos resultados no se pueden publicar desde el martes porque lo prohíbe la Ley electoral. Una norma que también nos impone la consabida jornada de reflexión el sábado de la víspera; un día que ha de estar exento de propaganda política -también eso lo marca la ley, como diría el belillo- pero en la que cualquiera puede manifestarse ante la sede de un partido, incluso violentamente, sin que le ocurra nada. Algo que ya se vio en un aciago sábado para la democracia española el 13 de marzo de 2004, aunque la historia, igual da.

Da igual -lo dije el otro día pero no me importa repetirlo- porque en muchos aspectos nos seguimos comportando como catetos. Y lo hacemos porque el Estado -los gringos dicen "el Gobierno" para referirse a todo el entramado de su Administración, que no es proporcionalmente tan grande como la nuestra pese a que viven en un país más rico que el nuestro- nos sigue tratando como menores de edad; como irresponsables a los que se debe tutelar parvulariamente. La propia jornada de reflexión, junto con esa también mencionada imposibilidad de publicar los resultados de los sondeos desde ayer, suponen no sé si la mejor prueba de ello, pero indudablemente sí un buen ejemplo de ese proteccionismo que unas veces resulta insoportable y otras directamente repulsivo. En países con mucha mayor tradición democrática que este -y son muchos- se puede hacer campaña hasta en la puerta de los colegios electorales. Bueno, en algunos imponen una sensata distancia de 25 metros para evitar que el propagandista acompañe al ciudadano casi hasta la urna -algo que no sería muy elegante- pero nada más.

No me apetece ir a votar, insisto, aunque no sé lo que haré finalmente, no porque dejen de convencerme los respectivos programas, sino porque no me gusta un sistema de listas cerradas que me impide -nos impide a todos- elegir a las mejores personas de cada partido. Si algún día enmendamos este gran yerro, tal vez los comicios españoles, sea cual sea su ámbito territorial, empiecen a ser más interesantes en el sentido de que podremos optar por nuestras preferencias en vez de limitarnos a refrendar lo que otros -los partidos- nos dan hecho para que no nos equivoquemos.