TENGO para mí que el discurso navideño del Rey, el más esperado desde los ya lejanos días de l981 cuando el golpe del 23-F (fue visto por más de ocho millones de telespectadores), deja en el aire un cierto aroma de decepción.

Don Juan Carlos acertó en sus reflexiones acerca del dolor y la pesadumbre que apareja el drama del paro: cinco millones de desempleados que, en no pocos casos, agotadas las ayudas públicas, sobreviven gracias a la generosidad de las familias. También fue directo a la almendra del problema con el enfoque de la cuestión que subyace tras el anuncio por parte de la ETA de la suspensión de sus actividades terroristas: lo que espera la sociedad española es que la banda se disuelva y entregue las armas. Y, sin contrapartidas, porque no se le debe nada.

Pero, con ser importantes, no eran estas las cuestiones que habían generado la gran expectación que precedía al discurso. La espera estaba preñada de expectación porque en el aire flotan los ecos y los datos del sumario abierto por un juzgado de Mallorca en relación con las andanzas empresariales de Iñaki Urdangarin.

Que en plena marejada de este asunto el Rey recordara algo tan evidente como que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley, solo fue una muestra de obviedad. Aún así, ha dado pie a reverentes comentarios que, por contraste, revelan el calado del daño infligido a la imagen de la Familia Real por el nada ejemplar proceder del duque de Palma. Lo dicho por el Rey es lo que cabía esperar, pero creo que se quedó a las puertas de lo que los ciudadanos esperaban escuchar, vista la magnitud de los datos publicados acerca de los nada ejemplares manejos empresariales de su yerno.