A UN AMIGO de quien esto escribe le gastaron la broma de su vida no un 28 de diciembre, que es la fecha habitual para engaños inocentes -o no tanto-, sino veinticuatro horas después. Tal día como hoy, un 29 de diciembre, llegó a la casa de su novia a eso de las nueve de la noche para la visita habitual. Normalmente, apenas abría la puerta -tenía llave del apartamento- ella corría hacia él y se le colgaba del cuello para darle el beso de bienvenida y preguntarle cómo le había ido en la oficina. Aquella noche, en cambio, la encontró sentada en el sofá abrazada a sus propias piernas, con el entrecejo arrugado y una mirada de cabreo perdida en la pared del salón. Ni siquiera volvió la cabeza hacia él cuando entró. "Ya he pensado donde pasar la Nochevieja", empezó a decirle, pero ella no permitió que siguiese hablando. Tomó la palabra para, lacónica y sin dejar de mirar a la pared, comunicarle su inapelable decisión de romper. Mi amigo iba a rebatirle que el día de las quedadas era el 28 y ya estaban en 29, pero se contuvo. Durante unos segundos, eternos segundos, esperó a que ella misma soltara una carcajada y le dijese que estaba gastándole una broma; un poco tardía e indudablemente pesada, pero broma a fin de cuentas. Lo malo para él era que aquello, lejos de limitarse a un vacile, iba en serio.

Vino a verme el 31 por la mañana para ponerme al corriente de que había decidido pasar a mejor vida. "Es una opción -le respondí- aunque para eso siempre hay tiempo. ¿Qué tal si primero nos divertimos un poco esta noche?". No es que me apeteciese mucho despedir un año soportando la tabarra de un dolor de cuernos -y encima ajeno-, habida cuenta de que la chica en cuestión, pronto lo supimos, se había liado con un compañero de trabajo, pero sabido es que por los amigos uno hace cualquier cosa. Vano augurio el mío sobre una velada plúmbea a priori. Nunca lo había pasado tan bien en una fecha que para mí, lo siento por si le aguo el jolgorio a alguien, solo supone un cambio de calendario. Rayaba el alba cuando entramos en la enésima discoteca. Cosas de la vida, allí conoció mi amigo a una señorita más o menos afectada del mismo mal de amores que él. Un año después se casaron. A día de hoy, un cuarto de siglo más tarde y cuatro hijos en el ínterin, siguen igual de enamorados -amén de felices- que siempre. A veces incluso las bromas pesadas y a destiempo son el prolegómeno de un futuro pluscuamperfecto.

En fin; ayer por la mañana hablé con otro amigo deprimido porque un conocido suyo no se le pone al teléfono desde que a su patrón lo han hecho ministro. "Llama directamente al ministro que para eso tienes su número de móvil", le recomendé. "Los jefes de gabinete, los de prensa y toda esa fauna de enanos no están para facilitar las cosas, sino para lo contrario". "¿Tú crees?", me preguntó ansioso. "Hombre, creer se cree -o no- en la Santísima Trinidad y en los milagros; de lo otro está uno seguro o no lo está". Al cabo de dos horas volvió a llamarme más contento que un niño con zapatos nuevos. Había estado casi media hora al teléfono con el ministro cuyo ayudante tanto pasa de él. No sé si esto acabará como la anécdota del matrimonio feliz. Dentro de algunos años, si todavía sigo por aquí, a lo mejor les cuento el desenlace con pormenorizados detalles.