SIN LLEGAR a detestarle, sí que me confieso públicamente cansada de tanto Papá Noel como hemos tenido por las esquinas. Es más, se me hace cuesta arriba pensar que lleva unos treinta años repitiendo el absurdo "jo, jo, jo" al ritmo de una campanilla. Ya sé que es más moderno en su diseño que los magos de Oriente y que con él -argumentan los eruditos de estas cosas- los niños disfrutan más tiempo los juguetes. Pero, con todo y con eso, este personaje gordo y con barba es una importación cultural, eso sí, más tierna que esa fiesta de Halloween que sustituye a nuestra Noche de Difuntos de toda la vida. Pero qué quieren qué les diga, lo sigo viendo fuera de contexto, tal vez por haber sido reclutado por los grandes almacenes para duplicar ventas, con el beneplácito de todos esos dirigentes que hemos tenido en las últimas décadas y que gustan hablar de la aldea global y de las sinergias culturales, por aquello de ser europeos e internacionales, siempre en detrimento de la entrañable monarquía de Oriente.

Cierto es que yo ya tengo unos años, pero siempre he sido monárquica, al menos en esa noche mágica en que SS. MM. los Reyes Magos dejaban a sus camellos comiendo hierba en la puerta de casa para entrar, en silencio, a materializar mis sueños. Claro que eran otros tiempos y otras Navidades. También yo era una niña -ya se sabe que hay edades en las que se ve el mundo con otros ojos-, y retenía sensaciones, olores e imágenes, de modo diferente a los adultos. Quizá por eso la noche de Reyes me sigue pareciendo algo tan hermoso. Recuerdo los reflejos de luz de los escaparates en el empedrado húmedo de las calles laguneras, la gente bajándose de las guaguas en la avenida de la Trinidad con abrigo y bufanda, los guardias de tráfico -sonrientes y amables- antes de que se volvieran impersonales y de agrio carácter, brindándose a sujetar los paquetes mientras abrías el maletero del coche. Eran días de villancicos en la radio, de grupos de Lo Divino por las calles, de puertas abiertas en las casas, que siempre olían a hojaldre frito, canela y limón. Recuerdo mis lágrimas y las de mis hermanos cuando supimos que nuestros pollos crecían, se convertían en gallinas y acababan siendo la carne del caldo. Pero recuerdo, sobre todo, los escaparates de las tiendas, esos lugares mágicos llenos de juguetes, en cuyas lunas los niños -que no pasábamos tantas horas ante la televisión y desconocíamos si las muñecas de Famosa llegarían o no al portal- pegábamos la nariz, soñando con poseer alguno de sus tesoros: el mecano, la muñeca a la que le crecía el pelo, la pistola de mixtos, el caballo de cartón, los cientos de cacharros para la cocina o, con suerte, los juegos reunidos de Geyper.

Al crecer y con el paso del tiempo, aprendí a interpretar otros signos que acompañaban a mis recuerdos y que por inocencia no era entonces capaz de comprender: la mirada del niño que observaba el escaparate a mi lado y que luego, al regresar a la escuela, observaba con fijeza mi flamante estuche de colores, mientras él seguía afilando los lápices hasta que alcanzaban casi el tamaño de sus uñas. La angustia de la mujer del gomero que cuidaba las vacas en la finca de al lado y que salía de una tienda contando el dinero, insuficiente desde luego, para la muñeca que su hija más pequeña esperaba. Luego estaba la de aquel hombre que se paraba una y otra vez frente al escaparate de los sueños para, cabizbajo, anotar mentalmente los detalles de aquella casa de muñecas o del fuerte del oeste que, más tarde y a escondidas de sus hijos, fabricaba con madera, pintura y sus propias manos. Eran humildes juguetes que su pobre sueldo no le permitía comprar... Yo era una niña con suerte, quizás, pero ignorante, pues evocar todas aquellas miradas me produce hoy un remordimiento retrospectivo, porque ahora sé lo que encerraban.

Añoro aquellas queridas sombras familiares que se deslizaban de noche hasta los pies de mi cama, sabiéndome dormida. Casi todas se fueron de mi vida y ya no pueden seguir protegiendo mis sueños y anhelos; nada pudieron hacer para detener la llegada de la lucidez. Pero todavía, cuando enero nos cita para la noche mágica y aguardo despierta en la oscuridad, siento entrar otra vez dulcemente en mi dormitorio a todos esos entrañables fantasmas que se reúnen en silencio para velar mi felicidad. Por eso sigo sonriendo cuando tres personajes vestidos con capas de falso armiño y púrpura, tocados con coronas de papel dorado y barbas de ralo pelo, se empecinan -con laicismo o sin él- a salir a la calle cada 5 de enero con tres camellos y un par de pajes.

Voy a darles betún a los zapatos; nunca se sabe...