SIEMPRE digo a mis alumnos que el aprendizaje es imitación, que todo es copia de algo, incluida la cultura. Nos cultivamos copiando aunque hagamos una selección de lo que imitamos. Se hace consciente o inconscientemente de las personas que admiramos, de las que creemos superiores en alguna habilidad -ya que nadie en esencia es superior a nadie, eso es una falacia, y todos somos iguales de dignos, aunque el materialismo nos robe cada día más calidad de vida y nos mantenga como esclavos en trabajos a veces no deseados-. Es el mismo materialismo -y perdonen que me salga la vena filosófica- que nos condena a ser inferiores, que hace que desde el punto de vista cultural se nos desprecie por ignorantes, sin reparar en el hecho de que es el azar y la oportunidad son los que juegan en el tablero del ajedrez de la vida y nosotros, los humanos, somos simples piezas que danzamos en su cuadratura.

El fenómeno de la imitación es algo consustancial al ser humano y con él aprendemos desde niños los rudimentos de todo, puliendo más adelante las destrezas, afinando el talento, buscando evitar errores. Sin imitación posiblemente jamás se habría inventado nada nuevo, puesto que solo se puede crear algo diferente si se conoce y se domina lo anterior. Pero este hecho tiene también su cara oscura, al copiarse lo positivo y lo negativo, es decir, los malos ejemplos, entre ellos la consabida pérdida de valores, lo cual es un claro retroceso sustancial porque a una sociedad le cuesta siglos construir valores como la tolerancia, la generosidad, el respeto, el honor... y bastan un par de ejemplos negativos para tirar por tierra aquello logrado con tanto esfuerzo.

Por lo general, es mucho más sencillo imitar lo malo que lo bueno, ya que conlleva menos esfuerzo, de esto podríamos hablar largamente, pero no es a este tipo de imitación al que me quiero referir sino a otro más inquietante aún. Hablo del que lleva a ciertas personas a acabar con su vida y con la vida de los demás. Las autoridades conocen bien dicho fenómeno. ¿Saben ustedes cuál es el número de personas que se suicidan cada día en nuestro país? ¿Y el de las mujeres que acaban a manos de sus parejas? Sin embargo, nunca se habla en los medios de comunicación de suicidios porque está comprobado que, cuando se produce uno de ellos, automáticamente ocurren más, pero sin embargo sí que son portada hechos terribles y fútiles enmarcados en la llamada violencia de género.

¿Qué hace que un ser humano imite a otro repitiendo, incluso, patrones de comportamiento extremos? ¿Es posible que un hecho luctuoso y terrible inspire hasta ese punto?, ¿no sería mejor dar menos publicidad a ciertos hechos tal como se hace con los casos de suicidio? La disyuntiva moral para un periodista, sin duda, no es sencilla, porque no hace falta recurrir a las estadísticas para darse cuenta de que cuando se produce una muerte al día siguiente tenemos que lamentar otra, pero los puristas del derecho a la información se llevarán las manos a la cabeza ante la mera posibilidad de no dar publicidad excesiva a casos tan desgraciados. No sé si sería conveniente el pararse a pensar exactamente qué se persigue con esa enorme difusión, -evidentemente además del crear opinión, conciencia, dar cobertura a un hecho relevante y, por supuesto, evitar el abuso, la injusticia y denunciar conductas delictivas-, pues apena imaginar que para muchos la idea de que somos buenos radica, simplemente, en sentarse ante la televisión, ver cómo nos cuentan la desgracia ajena, menear la cabeza con pesadumbre y decir "que horror, qué horror".

No sé cuál es la fórmula, pero los públicos deben saber que el fin último que se persigue desde los medios no es solo comunicar el horror sino contribuir a evitar que se produzca, y no sé si ese mensaje está llegando así a las audiencias. Desde luego, sin coartar ni cercenar la libertad de expresión, se debe informar llevado siempre por el más elemental sentido común. ¿Quién sabe? Igual así se salva alguna vida.