1.- Y las flores se agitaban levemente con el viento; y las piedras viejas relucían con aquel poquito sol; y no se escuchaban los rezos de las monjas enclaustradas en su convento; y el mar de leva molestaba a los recogedores de lapas; y las fichas del dominó comenzaban a calentarse en las mesas de la sociedad recreativa local. La crónica de un pueblo la hice el viernes pasado, en Garachico, rodeado de pocos y buenos amigos, saboreando un arroz caldoso que Gaspar y su esposa nos prepararon con mucho mimo y con mucho acierto. Esa villa y puerto me cautivó el corazón desde la primera vez que, en la noche de los tiempos, hice de manager con mis compañeros de colegio para montar una "Escala en Hi-Fi", réplica del olvidado programa de la televisión en blanco y negro. Carlos Acosta tiene la fecha exacta, que yo la he olvidado. Pero hace muchos, muchos años. Fui el viernes a celebrar con Lorenzo Dorta, Carlos, Quico Gutiérrez y Bienve, la esposa de Lorenzo, el regreso a la normalidad del que fue gran alcalde y es gran amigo. Está curado, gracias a Dios.

2.- Los dulces de las monjas que Quico me entregó se marcharon a los Estados Unidos, en el equipaje de unos buenos amigos; estaban deliciosos, doy fe. Y los postigos de las calles de la villa, semiabiertos; y los zaguanes de aldabones dorados, francos; y los escudos de los marqueses, en posición de recuperar el pasado. Qué alegría por juntarnos otra vez y por sacar a Carlos de su casa, que es tarea de titanes. Dice Lorenzo que el escritor y poeta, colaborador de este periódico, asume todas las enfermedades de sus parientes más cercanos; y las sufre en carne propia. Y me alegro de que Quico Gutiérrez haya recuperado lo que tenía que recuperar. Qué gran persona. Yo me sentía joven ante aquella grey veterana (excluyo a Bienve) y sabia (la incluyo). Un rato agradable, hasta que nos dimos cuenta de lo tarde que era y de lo mucho que habíamos hablado.

3.- Por Garachico no pasa el tiempo; y se desbordan los recuerdos. Los turistas salen y entran a sus hotelitos espléndidos. Las casas se transforman; nadie vende una propiedad porque su gente sabe que tiene un tesoro. Bastante sufrieron sus habitantes con sus historias de volcanes y ahora les toca disfrutar de la bonanza geológica. Pedí ver el campo del Gara, por motivos centenarios, pero hube de observarlo a través de una rendija porque el celoso cancerbero se había llevado las llaves. No fui a visitar a la madre abadesa, quizá por la hora impropia, pero imagino sus rezos escapados por las rendijas del torno. Y en la puerta de tierra me despedí de Lorenzo, el hombre sano que desde ahora no tendrá miedo de volver a La Montañeta a apagar el fuego de sus recuerdos. Como debe ser. Enhorabuena, amigo.

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