SIEMPRE he pensado que los médicos deberían ser eternos, que no es justo que estos profesionales que lo mismo que ayudan a sanar el cuerpo que la mente, e incluso en ocasiones hasta el alma, puedan ser víctimas de la enfermedad, de esa compañera de la vida a la que le presentan batalla desde que un buen día -sobre todo los vocacionales- deciden entrar en una facultad de Medicina para perderse en los entresijos de unas dolencias que en cada ser humano se manifiestan de manera diferente. Tampoco sé el porqué de si el dolor es masculino la que lo ocasiona tiene acento femenino -es otra de las tantas cosas sobre las que aún tengo que aprender-, pero tampoco entiendo la razón que justifique que las enfermedades más virulentas se ceben en estos seres a los que casi calificaría de deidades. Es como si se les ajustara cuentas, una especie de revancha, un acto de soberbia de esa naturaleza siempre indómita, que nos recuerda su grandeza, su capacidad de mutación, lo efímero de los triunfos de la ciencia, lo mucho que aún queda por hacer.

Y todo esto lo sabía bien el doctor Antonio Máximo Jiménez García, un otorrinolaringólogo nacido en Santa María de Guía, en Gran Canaria -lagunero de corazón-, y formado en la Universidad de Granada, que nos dejó físicamente el pasado año -por estos mismos días del mes de febrero-, y cuyo recuerdo sigue latente en cuantos formamos parte de su círculo de amigos, conocidos, compañeros de trabajo y pacientes. De él -como de todo hombre grande- destacaría su desmedida vocación por la medicina, su sencillez pese a ser considerado un maestro al que los más importantes cirujanos de Canarias han reconocido su genialidad con el bisturí, y ese empeño por alcanzar la perfección, por superarse a sí mismo. Le gustaba la lucha canaria, y aunque, la verdad, no me lo imagino con ropa de brega, sí sé que era un luchador nato por la vida, que le gustaban los retos, aunque luego por su humildad y especial talante restara importancia a sus muchos logros personales. También, como buen aficionado a la pesca, sabía esperar, manejaba los tiempos, usaba a la paciencia como aliada y consejera.

Muchas parrandas compartimos, plagadas de conversaciones sobre política -arte que dominaba pese a que renunció en varias ocasiones a ocupar un puesto de consejero-, del anecdotario médico, de las tareas y obras que siempre había que hacer en casa, de la vida y sus cosas, pero sobre todo de la amistad y del amor, dos pilares fundamentales en la existencia de cualquier hombre y en la que Antonio fue millonario, pese a que a veces -con esa fina ironía que poseía- me dejara caer algún comentario sobre ingratitudes, que también las hubo.

La última vez que hablamos fue en la puerta de su casa. Yo caminaba como parte del proceso de recuperación de una intervención quirúrgica y él salía con el coche a un supermercado. Charo, su esposa, andaba metida en la cocina, y como siempre, con esa pasión y devoción por la compañera con la que tocó el cielo, dejó sus quehaceres para ir en busca de un pimiento. Semanas más tarde, estando en Madrid, uno de sus pacientes y amigo en común me llamó por teléfono para darme la noticia de su muerte, algo que desde cuatro años atrás todos esperábamos de un momento a otro, pero que confiábamos no se iba a producir con tanta celeridad.

Hoy, un año después, déjame decirte, apreciado Antonio, que sigues estando con todos nosotros en las conversaciones de los amigos, en el agradecimiento de los pacientes, en las enseñanzas que recuerdan los profesionales que tuvieron la fortuna de trabajar contigo, en las anécdotas que Charo se encarga de revivir para todos, en la admiración que siempre te profesé y te profeso.

Sé que estés donde estés -por aquello del espíritu y la materia- velarás por la gente que te quiso y te quiere, dada esa manía tuya de ser un amigo incondicional, de los que siempre están, así que sabemos que nos seguirás cuidando a tu manera, y que con tanto trabajo por hacer poco tiempo te quedará para atender a los ángeles, pues si existe el cielo allí seguro que seguirás con tu vocación y tendrás abierta una consulta. Lo que nadie me ha dicho es si entre nubes y estrellas pagarán con algodón de azúcar el oficio de la ternura.