1.- He llegado a odiar el carnaval, por lo ruidoso y coñazo que es. Pero lo peor del carnaval es el idiotismo al uso, la imbecilidad que se apodera de muchos jóvenes ciudadanos, cuyo mérito más argüido es llegar muy tarde a casa. Es decir, que el termómetro para evaluar el grado de divertimento de la noche anterior ya no es haber agarrado un pedo monumental. Los adolescentes se preguntan, como papanatas: "¿Y a qué hora llegaste?". "Pues yo, a las cinco". "Ah, eso no es nada, yo estaba entrando en mi casa a las siete". Y ahí está el mérito. Ni vieron el carnaval, ni lo sintieron, ni nada: sólo se rascaron y trasnocharon hasta la mañana, con lo cual se apuntan una muesca en sus pobres cerebros, ganan la batalla al amigo o a la amiga y se creen unos héroes. Eso de salir de sus casas a la una de la madrugada para volver a las siete me parece una estupidez, sobre todo si hay que trabajar al día siguiente. Así nadie dispara clavo, nadie estudia un carajo, se pierden miles de horas. Y, como está el país, perder miles de horas de laburo -que dicen los argentinos- es rematadamente malo para todos.

2.- La adolescencia es la que peor vive el carnaval, porque desde sus casas al centro se ponen sus más genuinos representantes morados de alcohol y llegan abobados al meollo de la fiesta, babándose y jadeantes, mal vestidos, sin gracia y zombies. Los que son atendidos en el hospital de campaña -que tiene hamacas de playa en vez de camas-, vale; escapan. Pero los que no, se desploman en las esquinas, con caras de bobos, los ojos deshilachados, la boca perpleja y el gesto perdido, hasta que el compañero que está menos cargado se lo lleva, a trancas y barrancas. Al mediodía siguiente, cuando recupera el sentido -que no el tino, porque el tino lo desconoce-, empieza a llamar por el móvil a los colegas, no para enterarse de lo que le pasó, sino para averiguar la hora en que los otros llegaron; cuando este imberbe no se acuerda de la suya, porque él no regresó nunca sino que lo botaron en su casa de mala manera, lleno de restos de pota y perdido el conocimiento, si es que alguna vez lo tuvo.

3.- Es entonces cuando llega la hora de preguntar: "¿Y a qué hora llegaste?". "Ah, eso no es nada; yo entraba por mi casa a las ocho de la mañana. Ya de día". Porque otro mérito es llegar de día. Este tipo no trabaja al día siguiente, pero luego se pone a protestar por la reforma laboral y por lo malo que son los empresarios. Nadie le paga el día de trabajo al empleador, sino al beodo irresponsable. No tenemos fundamento, ni se lo hemos transmitido a las nuevas generaciones. El ejemplo lo tienen en que miles de jóvenes viven pendientes de cuándo llegó el amigo a su casa, para echarle un pulso horario. Váyanse por ahí, mentecatos.

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