TENER un día de esos en los que las coincidencias se suceden no es nada del otro mundo; suele ocurrirnos a cualquiera de nosotros en numerosas ocasiones. ¿Quién no se ha levantado alguna vez sin ganas de nada, se le ha roto su jarrón preferido, se le ha olvidado la cartera o las llaves del coche sobre la mesa y ha tenido que volver a casa a buscarlas y todo el mismo día? O, por el contrario, ¿a quién no le ha tocado en suerte levantarse con un humor divino; ha conseguido arreglar el trámite que le traía de cabeza; o se ha sacado unos euros en la lotería, etc; también todo el mismo día? Yo, por supuesto, como no podía ser de otra forma, he vivido esos momentos.

Tengo ganas de perder de vista la bufanda anaranjada de croché del invierno pasado; el gorro de orejeras; los guantes del mismo color de la bufanda; las medias térmicas de lana; el abrigo canelo de doble forro; el dichoso paraguas; las botas noruegas de caucho que nunca me puse. Estoy harta de ver tanto trineo deslizarse en la tele; de comer chocolate por aquello del magnesio; de que la báscula madrugadora sin tapujos me cante las verdades; de que el frío me enduerma los dos cachetes; de invernar junto al termómetro; de rociar la acera con sal gorda para evitar "partigazos"; de que el reloj de cuco del salón se haya quedado afónico; de las mañanas oscuras y de los días cada vez más cortos. Me da pena ver los patos tiritar mientras resbalan en el congelado lago de los cisnes; que los árboles somnolientos sigan durmiendo sin descanso; que el sol tenga colgado el cartel de "hasta la vista"; de tener que arrimar la bicicleta porque a la tormenta le da la gana; de no oír el canto de los pájaros porque se han ido en busca de otros nidos; de que las chimeneas se ahoguen por culpa de tanto humo; que el color en los jardines esté en lista de espera; que el cielo haya bajado su persiana más gris; que la lluvia y el viento no se entiendan; que los bancos del parque estén desiertos un día cualquiera.

Siento rabia cuando la casa se convierte en un iglú a causa de la calefacción mal regulada; cuando descubro que tengo que ir al dentista y en la calle hace diez grados bajo cero; cuando a mi vecino se le ocurre tocar con su saxofón "la danza de los siete hielos", sin ni siquiera tener para ello que abrir antes la nevera; cuando el puchero me dura menos de lo previsto; cuando por un par de segundos el tranvía se me va, dejándome en la parada cabreada y con el bono en la mano haciendo señas; cuando la luna se apaga y las estrellas se esconden; cuando me duermo soñando y me despierto despierta.

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