A MUCHOS de nosotros se nos escapa el auténtico significado de ciertas cifras. No porque estemos en un país que presume de ser de letras y no de ciencias -en realidad tampoco es de letras porque en literatura, por ejemplo, el personal anda bastante justito-, sino porque determinados conceptos estadísticos no son evidentes de entrada. Hay que meditar sobre ellos al menos unos segundos y luego volver a mirarlos y esperar a que en un segundo intento haya suerte; o en el tercero y hasta en el cuarto si es menester. Es lo que me ocurre no solo a mí, sino incluso a algunos catedráticos de matemáticas con los que he hablado. Ante uno de ellos me quejé, en su momento, de que había necesitado casi dos horas para entender el planteamiento de un problema. Nada más que el planteamiento; hallar la solución era harina de otro saco. "¿Solo dos horas? Qué suerte. A mí me costó bastante más la primera vez que me lo pusieron como ejercicio de clase". Esa fue la respuesta del profesor en cuestión.

Me costó dar por cierto que alguien con su habilidad para las matemáticas hubiese tenido que hacer esfuerzos tan grandes para adquirir determinados conocimientos, algunos no elementales pero tampoco merecedores de una Medalla Fields, tanto en su etapa de estudiante como después, pero eso es lo usual en casi todos los mortales. Digo casi todos porque unos pocos nacen con la ciencia preprogramada en las neuronas y no necesitan aprender nada. Verbigracia, un pecholata de la pluma que reparte bendiciones urbi et orbi a los de su calaña ideológica por estos alrededores, así como descalificaciones a los infames que no piensan como él, en una hoja parroquial que, a falta de algo mejor, le sigue publicando sus diatribas. Pero dejemos a los genios -o a los mentecatos- y vayamos al asunto.

¿Se ha parado alguien a pensar en lo que significa aumentar cualquier cifra en un cuatrocientos por cien? Ciertamente esta no es una pregunta, como era el caso de aquel problema complicado, que requiera toda una tarde de sesudas cavilaciones para dar con la respuesta correcta. En otra época, cuando los bachilleres no sabían acceder a las redes sociales -porque no existían- pero sí realizar algunas cuentas elementales, cualquier pibe de quince años, y aun de menos, contestaba inmediatamente que un cuatrocientos por cien implica multiplicar por cuatro la cantidad inicial.

En consecuencia, por utilizar una muletilla a la que recurría Felipe González cuando vivía en la Moncloa, aumentar un 400 por 100 la presión fiscal equivale a pagar no el doble ni el triple, sino el cuádruple de los impuestos con los que apechugamos actualmente. Conviene recordar en este punto, para no perder esa mencionada perspectiva ante unos números que tienden a mostrarse bastante abstractos por muy acostumbrados que estemos a ellos, que la tan contestada subida de impuestos del PP ha sido de unos pocos puntos porcentuales dependiendo de la renta de cada cual. Ahora no estamos hablando ni de un 4, un 5 ó un 7 por ciento; ni siquiera de un 100 por cien, sino de un 400.

Pues bien; ese es el guarismo en que cifra el economista José Miguel González, director del Gabinete Técnico de Comisiones Obreras en Canarias y presidente del Consejo Económico de Tenerife, el aumento necesario de la presión fiscal en este Archipiélago para mantener los actuales servicios públicos en el caso de que estas Islas fuesen independientes y, de nuevo en consecuencia, se beneficiasen íntegramente de la explotación del petróleo que pueda haber en sus aguas. Nadie nos obliga a pagarle al fisco, en este caso la Hacienda canaria, cuatro veces más de lo que desembolsamos a día de hoy. Bastaría para reequilibrar las cuentas con que recortásemos -más bien nos recortasen- los servicios públicos. No obstante, y a la vista de cómo se está poniendo el personal por unas mermas muchísimo más someras, prefiero no imaginarme lo que ocurriría aquí cuando, por ejemplo, no nos den cita quince días después de solicitarla con nuestro médico de cabecera en la Seguridad Social, como ocurre a día de hoy, sino con un retraso de uno o dos años. Eso por no hablar de la educación pública o, simplemente, la conservación de carreteras.

Ignoro -me gustaría conocerlos con detalle- los datos que ha manejado José Miguel González para llegar a su conclusión. Hace algunos años leí un informe elaborado por varios expertos que cifraban en un 250 por ciento el aumento necesario de esa presión fiscal en Canarias teniendo en cuenta todos los recursos de estas Islas, incluido el turismo y las exportaciones agrícolas; es decir, no solo el hipotético petróleo, sino el total de la economía regional. Sobra añadir que inclusive así, multiplicar por 2,5 los impuestos que pagamos sería igual de inaceptable e insoportable; da igual caerse de un edificio de 25 pisos que de uno de 40 porque alcanzado el nivel de la calle las consecuencias son las mismas.

Los números son antipáticos, qué duda cabe -y para unos más que para otros-, pero poseen la virtud de situarnos en la realidad. Con esto solo quiero decir que uno puede optar por lo que le apetezca pero, eso sí, sabiendo lo que le va a costar. Algo que no le importa mucho a quien tiene dinero simplemente porque puede pagarlo. A los ricos de los países pobres les trae sin cuidado que no existan hospitales públicos porque, en caso de necesidad, pueden costarse una atención privada incluso en el extranjero; los pobres lo tienen más difícil. Y acabo.

Me decía ayer un amigo que Marruecos acabará por entrar en la UE (de hecho tiene el mejor acuerdo preferencial con la Unión desde hace tiempo) y a nosotros, si seguimos así, terminarán por echarnos del euro. Al final está sucediendo con Europa lo mismo que con Estados Unidos: todos hablan mal de ella pero todos quieren estar en ella. ¿Tendrá algo el agua cuando tanto la bendicen?