ALGUNAS sentencias, de tan cantadas, cantan por sí mismas. Desde que condenaron con dureza al ex juez Garzón por haber prevaricado en el caso de las escuchas telefónicas, más de uno y más de dos -en realidad muchos- dijeron que posiblemente saldría airoso de los dos asuntos que seguía teniendo pendientes. Y así ha sido. De las subvenciones que supuestamente recibió para estar en Nueva York y por ahí, nada de nada, pues el Tribunal Supremo se acogió al siempre socorrido supuesto de la prescripción de los delitos. Como en este proceso concurrían, en realidad, varios hechos delictivos -de los que algunos habían prescrito pero otros no-, el juez instructor se centró en los que ya no eran enjuiciables por el tiempo transcurrido y asunto resuelto. A efectos personales poco le hubiese supuesto a Baltasar Garzón esa segunda condena, habida cuenta de que ya estaba excluido de la carrera judicial, pero su reputación, sobre todo fuera de España, se habría resentido bastante. O no, pues también es cierto que, al margen de lo que dictaminen los tribunales, lo que cuentan en este país son los juicios populares. Tiene más capacidad punitiva un debate en televisión que una sentencia firme. Un disparate, desde luego, pero a estas alturas existen sobradas pruebas de que vivimos en una sociedad bastante disparatada.

La condena por ponerse a investigar los crímenes del franquismo -quería Garzón algo así como abrir una segunda causa general- le hubiese dado a los contestatarios, a los indignados y a los progres en general razones abundantes para incendiar las calles. Eso por no hablar de la reputación internacional del país, pues de nuevo más de uno y más de muchos hubiesen salido a decir en cualquier foro internacional, ya fuese en el Parlamento europeo o inclusive, ¿qué lo hubiera impedido?, en la misma sede de las Naciones Unidas, que en España la dictadura y sus protagonistas continúan siendo materia intocable. Algo imposible de aceptar, naturalmente. Lo inteligente era desposeer de la toga al otrora magistrado estrella mediante una condena contundente -muy contundente- por un asunto -el de las escuchas- más técnico que político y, por añadidura, poco lesivo para el honor como progre destacado del reo en cuestión.

Alguien dirá, o habrá dicho ya, que la Justicia es ciega a estas consideraciones. No lo dudo. Pero también es cierto que las sentencias no las dictan unos ordenadores sino personas; es decir, no salen de una fría lógica electrónica sino de cabezas a las que, por muy jurídicamente formadas que estén, también les llega la sangre bombeada por un corazón. Y el corazón, ya se sabe, tiene razones que no entiende la razón; ni siquiera la judicial.

Y un día más, ¿qué importa todo esto en el fondo? Ya reflexionó en su tiempo San Juan de la Cruz lo indiferente que es para un pajarillo estar atado con un hilo muy fino o con una cadena de hierro, ya que de ninguna forma puede volar. A Garzón lo liquidaron con la primera sentencia como suele lapidar este país a aquellos a los que primero ha entronizado. El propio Colón regresó encadenado de su cuarto viaje a América. Cierto que don Baltasar buscó la desgracia por sí mismo, es obvio que sí, pero eso no quita que esto sea España y que los españoles sean así.

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