UNA de las mayores paradojas que caracterizan a nuestra sociedad postmoderna y avanzada consiste en la conquista de una considerable longevidad y la deficiente calidad de vida para nuestros mayores. Sin embargo, está claro que más que vivir mucho lo que importa es cómo se vive. De hecho, como refleja la película "Los inmortales", a veces las horas sin sentido de nuestra biografía pueden ser un gran lastre de la calidad de su vida.

Indudablemente, la longevidad está alcanzando límites insospechados. En la mayoría de los países de Occidente, más de un 15% de la población son mayores de setenta y cinco años. Los gobiernos -conscientes de la necesidad de atender a este sector de la población, que, por otra parte, es la que necesita más cuidados- han ido creando residencias de la tercera edad para que nadie quede desatendido.

No cabe duda de que la atención sanitaria para los ancianos ha mejorado y aumentan los centros de asistencia para los mayores. Pero para una persona mayor todos estos medios -sin duda, con una excelente eficacia técnica, funcional y aséptica- no lo son todo. La persona anciana necesita, más que una dieta adecuada, la medicación a su hora y los adecuados ejercicios de fisioterapia; necesita el calor y el cariño de los suyos.

A finales del verano pasado visité a un amigo muy mayor, pero con una extraordinaria lucidez mental, en una residencia del Puerto de la Cruz, que más que un asilo parecía un hotel; además, enseguida me di cuenta de que estaba atendido por excelentes profesionales. Cuando se lo comenté, me contestó: "Es cierto, me tratan muy bien, pero hay algo que son incapaces de suplir, el cariño de mis hijos y nietos y el arraigo a mi casa". A finales de año me avisaron de que había fallecido. Pienso que... ¡tal vez de tristeza!

Salvo casos muy excepcionales, como una enfermedad degenerativa grave o un trastorno psiquiátrico complejo -son entonces los médicos los que debieran aconsejar-, las personas mayores no debieran abandonar el hogar. Aunque esto no es nada fácil, porque son muchos los factores que entran en juego, la disponibilidad en la familia y que ellos se quieran dejar ayudar, entre otros. Pero aun así sigo pensando que la familia es el lugar más confortable, entrañable y adecuado para vivir una vejez dichosa. Y el ámbito más natural, humano e íntimo para morir como persona, rodeado de sus seres queridos.

Hay hoy en día personas que nos ayudan a valorar la vejez; se me ocurre la llamada a la concienciación de Ansina. Y, desde luego, no puedo dejar de repasar la incesante labor repleta de amor, del de verdad, del padre Antonio Hernández, quien hablaba de sus "viejitos" de Santa Rita con la cabellera canosa y sin la frente marchita, que diría el tango. Quien sorteó el cielo con una picardía atrevida y simbólica, y quien seguramente habrá convencido ya a san Pedro para construir un Santa Rita III a base de insistir. Ya se sabe, quien no llora...

Para esto se necesita no solo disponibilidad, sino mucho corazón. Hoy, que tanto se habla de amor, ayuda, comprensión, tolerancia... con todos y con todo, empecemos por los más cercanos, por nuestros padres, nuestros abuelos..., y dediquemos tiempo a atenderles, escucharles, estar con ellos: ver un partido o un programa de televisión, jugar una partida, leerle el periódico, escuchar sus historias, aunque ya sean conocidísimas... Lo importante es que vean que se les escucha, que se les toma en serio. Aunque no siempre hagamos lo que desean, agradecerán que se les considere y que alguna vez llevemos a la práctica alguna de sus sugerencias.

En medio de esta sociedad mercantilista, hedonista y egoísta que nos ha tocado vivir, los ancianos no han de ser considerados inútiles o una carga difícil de soportar; ellos nos dieron mucho y también ahora nos aportan, en el ocaso de su vida, con su presencia venerable, con su sufrimiento silencioso, con su palabra y con su mirada acogedora. Pienso que nadie puede recordar a sus padres ya ancianos sin conmoverse; y sentir, cuando nos han dejado, el dolor de su orfandad. Aunque no dudemos de que estén en el cielo, siempre guardaremos en el corazón el recuerdo de su rostro, surcado por las arrugas de sus años, y sus sonrisas cariñosas, que nos siguen sirviendo como pequeños resplandores que iluminan el caminar de nuestras vidas.

y profesor emérito del CEOFT

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