LA AUSENTE, la que se escapa de los constructos ideológicos, de los pronunciamientos políticos, de las evidencias que se dislocan porque sí; la que emigra por falta de sustento dialéctico y más que nada por vergüenza ajena, la que asoma de vez en cuando su timidez camuflada en autoritarismo, la que se invoca una y otra vez como dándole rango de altísima lealtad no solo con los demás, sino consigo misma, es la coherencia, la que necesita ser atrapada, y con el escalpelo de la sinceridad ayudar a disecarla para que se muestre tal cual es, simplemente que se asome a los ventanales donde se confundan la imagen, la persona con el destello de su cerebro y que ambos hagan un solo cuerpo, traduzcan una sola entidad, compacta, no implosiva, simplemente real y aplaudida.

Por eso, ante la evidencia de que su ausencia trasmite, se hace necesario la construcción de una teoría que nos acerque al ámbito por donde debe esta trascurrir, que es ni más ni menos que el gran escenario de la vida, no solo como campo de operatividad, sino como el ámbito donde no exista lo disociado, lo endeble, lo ridículo y, sobre todo, alejar del entorno de cada cual la memez, el artificio y el empavonamiento que da la frustración entre lo dicho y lo hecho.

La línea argumental para desarrollar una teoría de la coherencia sería aquella que recorre desde el principio hasta el final el estilo, el desarrollo del mismo, dado que, con estilo, lo que implica sencillez, se recorrerá todos los recovecos por donde pueda transitar la coherencia.

Cuantas veces se dice, se escribe y se realizan cuestiones que nada tienen que ver con lo que un día se dijo o se escribió, y llegando ahí asoma la perplejidad que pudiera ser por abandono de la memoria simplemente sobre este o aquel asunto o la intencionalidad de trastocar lo que un día se tomó como verde y que ahora se presenta como azul. Cuando esto acontece así, el deterioro personal o de cualquier actividad que rodea a la persona sufre un descalabro y lo pone al borde del escapismo al cual tiene que echar mano para salvar un momento determinado o un pronunciamiento político-económico.

Cuantas veces los gobernantes de altura nos marcan unas directrices que convencen por el énfasis y la prosopopeya que ponen en transmitirlo y que llegan a ser creíbles, pero que a la vuelta de la esquina, cuando llegan las horas de demostrar y poner en la claridad de las actuaciones, se comprueba que nada tienen que ver con lo anterior y el viraje no solo es espectacular, sino espeluznante.

Sin coherencia se camina mal, renqueante. La coherencia es el ropaje que da credibilidad a la gente, la coherencia nos pone en la pista de que estamos ante personas que en principio hay que considerar íntegras, y si nos vamos al campo de las ideologías poco se puede entender que se huya de un proyecto político así por las buenas, o mediatizado por esta o aquella prebenda que se pueda obtener, porque al verificarse esto pone en la situación de miseria personal al que por ahí transita.

Sin coherencia la credibilidad se escuda como el único referente de los pasos en falso, de el dejarse llevar, sin reflexionar, sin saber que la gente tiene oídos y ojos y que además tiene memoria.

Sin coherencia se podría decir lo que se quiera y adoptar las posiciones que vengan en gana, pero la gloria acabará en los mentideros de la opinión pública, que arrastra con contundencia lo fatuo, lo falaz, lo incoherente del pensamiento o de la acción que se dijo que se llevaría a cabo.

Con la coherencia como norma intrínseca de conducta, no dicotomizada, se unirá el lenguaje con la acción y, sobre todo, se despejarán incógnitas y resabios dormidos por la ignorancia y la falta de lealtad consigo mismo.

Con la coherencia todo este revuelo económico, de crisis no solo a altos niveles de los Estados que andan a trompicones, sino de valores que divagan, que agonizan en la incertidumbre, con la coherencia, que es lo que se echa en falta, todo iría mejor o sería el camino de que esto fuera así.