LA CRISIS de las ideologías es tan evidente que no merece ningún tipo de consideración sino admitirlo sin más. La cuestión, pues, no está en hacer el diagnóstico (ese está hecho); el problema se cierne en la capacidad que se tiene ahora, precisamente en un momento de conflictividad laboral, política y hasta existencial, para que cada cual sepa cuál es la concepción que tiene del mundo y de la sociedad. Cuando llegan gobiernos que defienden los postulados de la derecha, lo primero que hacen, porque es su fundamento ideológico, es entonar un canto al individualismo, a la vez que pregonan que todo aquello que persiga algún tipo de colectividad puede degenerar en conflicto, por lo que huyen del "otro" como un igual o cerca; o sea, no quieren ni por asomo considerarlo como un ser social.

Pero este asunto, que la derecha neoliberal lo tiene claro, ocurre, paradójica y desgarradamente, igual con la izquierda, la que debe atemperar si pretende sobrevivir entre este marasmo de propaganda y de negacionismo su esencia ideológica, que es considerar a la persona como ser social e insistir en que es ese su punto de partida. El socialismo del siglo XXI tiene que hacer, por supervivencia, el mismo planteamiento que en su día hizo Carlos Marx, o sea, no considerar a la persona como un ser aislado, ajena al resto, sino como ser social, y que solo podrá desarrollarse si lo hace junto a los demás.

Por ese camino se obtendría una adecuada participación democrática, con lo cual se sería capaz de desplegar cualquier tipo de proyecto político más allá del individualismo recalcitrante y apoltronado.

Esta consideración, que es prácticamente marxista, no deja de ser una de las realidades inapelables que pueda tener una ideología, que aunque se le intenta desbaratar de sus diferentes vertientes, sigue obteniendo vigencia en lo que se refiere a las relaciones humanas y las de poder.

Esto mismo se podría trasladar al nacionalismo, sobre todo cuando este se queda en eso, en mera elucubración, sin los sumandos suficientes para hacer un cambio radical de una situación concreta después de una intelectualización de la misma, y que ya no se vea la nación como un trozo de tierra que se pisa y de la que se alimentan unos mientras otros son meros consumidores de sus sobras.

La nación se podrá poner al servicio de sí misma, que es ponerla al servicio de todos, cuando desde una concepción personal se vea en el "otro" una continuidad, y que el proyecto no termina en un partido político ni en un grupo de personas; el proyecto nacionalista comienza con la idea y termina con la consecución de su finalidad. Y esa finalidad se obtendrá cuando exista y se considere a la persona como ser social, lo que implica abrazar una misma cultura, tener un idéntico objetivo y saber que fijarse metas fuera del alcance de cualquiera no solo dilata el proceso, sino que lo desdibuja porque, efectivamente, no se atienen los que por así transitan a comprender al otro, al considerarlo un igual, inmerso en el mismo proceso, no disgregacionista, no relegado por implosión dialéctica inconsecuente sostenida que no traduce la concreción de la realidad, sino por la disponibilidad de una aventura que como tal podrá o no tener el final que se pretende.

La nación no solo es una entidad geopolítica, sino cultural; la cultura define, por ese motivo, el empeño del nacionalismo, y es fundamental intentar que la cultura de un territorio concreto se comparta. Para ello hay que hablar el mismo lenguaje, que es el camino adecuado, para que la nación se convierta en una entidad social, y desde ahí, desde esa atalaya, todo será posible, porque se estará en el camino de la construcción nacional, amparado en la evidencia de que los territorios no son inanimados, tienen vida, y la vida se la dan las ideas, los proyectos, al considerar a ese territorio como un ser social que piensa, medita y que se responsabiliza de cualquier futuro que se decida emprender, y que al hacerlo lo hace consecuentemente, sin devaneos ni elucubraciones, que si es así caminará en solitario camino de la frustración.